La vida nómada me lleva a que, cada vez que llego a un lugar, ya me estoy yendo. Parece que no tenga haz y envés. Sin cara ni cruz, es difícil apostar por mi. A veces me veo como un mutante con dos frentespaldas, una delante y otra detrás, con el superpoder de que nadie nunca sabe si voy o vengo. Ni yo tampoco.
Tres aviones, 4 aeropuertos, largas esperas. Ya en Múnich. En viaje hay muchas horas de espera. Esperar es quizás el trabajo mas duro del viajero.
Estaba pensando, no sé porque, quizás por aburrimiento, cuales eran las palabras más repetidas por extranjeros en los diferentes idiomas. Se me ocurre que en inglés, hay muchas, pero quizás «Ok», es la más usada. En italiano es «ciao», en francés «Ohlalà», que creo que hasta es discutible que exista. En español, quizás «mosquito», en japones «arigato», en chino nada porque nadie sabe una palabra de chino. En holandés «tot ziens», en ruso «spasiva», etc, etc . En alemán, no sé si gana «kaput» o «kartoffel». Ya ves què cosas de pensar. Filosofía pura.
El viaje ha sido machacón, claro, y la compañía aérea, aprovechando los cambios horarios, se lo ha montado para no darme más que una comida algo consistente en 30 horas así que, aunque ahora son las 4 de la tarde, hora alemana, vengo muerto de hambre y me paro en un restaurante que tiene un menú barato. Me como una sopita de no se qué, que me sienta de miedo, y una “cordón bleu” con ensalada… de patata. Es bien sabido que si los alemanes hacen una comida sin poner patatas y col por todos lados tienen un ataque epiléptico o, como mínimo, una reacción alérgica de pronóstico reservado. En especial, la kartoffelsalat y los roti de patatas están en todos lo menús. Sí, quizás «kartoffel» gana a «kaput». Y, ahora que pienso, «frankfurt» les sigue de cerca.
Cuando era muy, muy joven, tuve muchos años una novia alemana. Con ella fui varias veces a su país y, una vez, fui solo a casa de su familia durante un mes para aprender alemán. Se ocupaban de mi su hermano adolescente, que me daba clases del idioma, y una amiga, empleada de sus padres con la que, de vez en cuando, íbamos de excursión por los alrededores. También sus padres y los amigos de la familia me llevaban en coche a conocer Alemania los fines de semana.
Así conocí Frankfurt, Stuttgart, el castillo de Neuechwanstein y algunos otros parajes teutones. También conseguí, no dominar, pero si chapurrear el alemán lo suficiente para entenderme con ellos con relativa facilidad. Hablar el alemán bien es muy complicado pero, para hablarlo en plan básico, con 1.000 palabras de vocabulario y un par de normas de tiempos verbales vas que chutas. Y yo no soy ningún flecha para los idiomas.
Aquello acabó de forma bastante traumática. Un día, mi novia fue a pasar un par de semanas a la casa de vacaciones de una amiga. En la despedida, lo típico cuando eres jovencito: “Te quiero, te amo, te compro un gamo”, “Te adoro, te compro un loro”, “Te quiero mucho, como la trucha al trucho”. En la estación de tren, lágrimas de añoranza adelantada.
Corrían los años 80 e Italia había ganado el Mundial del 82 que se celebró en España. A partir de esa efemérides, una horda de turistas italianos jóvenes cruzó los Pirineos y arrasó la piel de toro. Fue una invasión en toda regla. Eran simpáticos y guapos y pasó lo que pasó. En aquellas vacaciones ella conoció a uno de esos italianos y ya no volvió. Punto y final. Ciao. Adiós. Auf wiedersehen. En realidad ni siquiera se despidió. Mi entonces tierno corazoncito se llevó un mamporro considerable y mi soberbia de macho joven postadolescente un buen revolcón. La forja de la vida se había puesto ya a pleno rendimiento y empezaba a cincelarme a guantazos.
De aquella época recuerdo el olor y el sabor de los pasteles que impregnaban las casas. Los alemanes, las alemanas mejor dicho, saben crear hogar. La sacher torte, el apfelsestrudel, la käsekuhe, la konig y la marmorkuchen… todavía se me hace la boca agua de recordarlo. La hora del café era mi preferida.
También recuerdo la seriedad casi militar de los alemanes salvo en el día de la semana que salen a beber, día, o noche más bien, que agarran unos pedales de cerveza de agárrate y no te menees. Normalmente siempre vuelven a hombros.
Y una tercera cosa que recuerdo es el frío del carajo que siempre hace en ese país. Por la mañana siempre habían carámbanos en el tejado de la casa y las calles resbalaban como pistas de hielo. Mi organismo mediterráneo eso lo llevaba mal.
Llego a Múnich y me recibe, ya en el aeropuerto, el mismo olor a pastelería, la misma seriedad en las caras y, sobre todo, el mismo frío, del mismo carajo, del mismo país. A ver qué me depara el presente.
Después de comer/cenar me voy al hostel directo y ya no salgo. Estoy echo polvo.