Amigos Viajeros. Jorge Francisco Brito. «La máscara: todos somos coleccionistas.»

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Jorge es, como yo, coleccionista de mascaras. En su caso máscaras mejicanas. Pero además es psicólogo y con este escrito nos argumenta por qué, no sólo él y yo, si no absolutamente todos, todos nosotros, somos coleccionistas de máscaras. Para pensar… 

 

La máscara: todos somos coleccionistas.

Mucho se ha dicho sobre lo que es una máscara. Por ejemplo, la RAE (Real Academia Española) la define como “Figura que representa un rostro humano, de animal o puramente imaginario, con la que una persona puede cubrirse el rostro para no ser reconocida, tomar el aspecto de otra o practicar ciertas actividades escénicas o rituales”. 

Con base en esta concepción podemos decir que en México el uso de máscaras toma una dimensión tal que prácticamente todos sus habitantes, en alguna época de su vida, han utilizado una o varias de ellas en danzas tradicionales, espectáculos o por simple diversión. 

Esta práctica mascarera nos ha llevado, como mexicanos, a relacionarnos con personajes tan disímiles como el Patrón de los parachicos en el estado de Chiapas, los locos, los viejos y el jaguar en el de Guerrero o Jalisco, los diablos o, en casi todos lo estados, la muerte, personaje que toma especial relevancia dada la carga mística y religiosa que conlleva el sólo mencionarla y cuyo festejo sólo se entiende y apropia, “viviendo” con ella la tradición.

¿Qué pasa cuando el calendario nos obliga a volver a lo cotidiano? Pues que continua la mascarada. La tradición y su fiesta se vivieron cuando la fecha llegó, hubo festejo, danza, se honró a quien era requerido y la hoja dio vuelta marcando el final, al menos por ese año. Entonces regresamos a la vida diaria, a ser de nuevo nosotros mismos y, con ello, retomar nuestras “otras máscaras”, esas que, iguales pero diferentes, marcan tanto nuestra individualidad como nuestra colectividad. 

Somos uno pero también somos todos, todos esos que la psicología colectiva nos obliga a utilizar. Máscaras tan sutiles y discretas o absolutas y patentes que, más que ocultarnos, nos lleva a mostrar una máscara que, siempre cambiante, se transmuta dependiendo de la o las situaciones que se presenten y de la, o las otras máscaras con las que nos relacionemos dependiendo de la ocasión. Estas piezas absolutamente reales y primigenias resultan ser el molde sobre el cual, quienes hacen las que ahora se guardan en espera de volver a salir y vestirse de fiesta o de tradición, se basan para imprimirles los rasgos que se requieren y, con ello, representar lo más fielmente posible a los personajes que cubrirán el rostro de sus portadores.

Esas “otras máscaras”, maleables de acuerdo con la situación que corresponde, se comunican desde nuestra otredad y la de nuestros interlocutores, enviando e interpretando mensajes que en el proceso de la interacción se transforman y reinterpretan de acuerdo con la historia, experiencia, cultura e intereses propios y de nuestros interlocutores (los otros). 

De este modo vemos y nos ven dependiendo tanto de la máscara que queramos mostrar como desde la que ellos ponen en nosotros interpretando nuestras señales y lenguaje no verbal (gestos, posturas corporales, ademanes, etc.), como aquella dualidad del teatro que representamos cotidianamente.

La máscara con la que nacemos cambia de acuerdo con el tiempo y las situaciones que vivamos. Podemos ser estudiantes, trabajadores o expertos en algún tema, pasar por ángeles y esconder los cuernos o, tomar el papel del novio, el tío, el primo o el sobrino, el maestro o la empresaria y, dependiendo del rol que nos toque ejecutar, será la máscara que “elijamos” usar.

Para Erich Fromm desde niños empezamos desarrollar una necesidad de individualización que nos separe de los vínculos primarios establecidos en principio con la familia y, especialmente, con la madre. No obstante, la necesidad de individualización, de ser uno, nos llevará invariablemente a la soledad que impedirá nuestro desarrollo humano, cerrando el paso al desenvolvimiento de nuestra razón y capacidades críticas. Para solventar esta situación deberemos reconocernos a nosotros mismos y a los demás participando en la comunidad social, lo que implica, por supuesto, trasmutar nuestro rostro de acuerdo con ella, mediante el mecanismo de establecer relaciones con los demás para, así, desarrollar el sentido de pertenencia que nos hace uno con todos mediante este proceso de socialización.

Es entonces cuando dada la necesidad de establecer vínculos, creamos la “otredad”: nosotros reflejados en los otros y viceversa, situación que nos lleva al aprendizaje de labrar nuestra propia colección de máscaras cuyo uso nos permite participar eficiente y sutilmente en la danza social, creando las imágenes que nos definen.

Y hasta aquí hemos hablado en el terreno de la “normalidad” de todos los que, se dice, gozamos de salud mental, porque los trastornos psiquiátricos todavía complican esta enorme colección de «personalidades» que todos tenemos y, como decía en el titulo de este escrito, nos hace a todos unos verdaderos coleccionistas de máscaras. 

 

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