Australia (6) Uluru. «La Roca».

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Dice la leyenda que dos tribus de espíritus ancestrales se enfrentaron en el Uluru. La Madre Tierra, enfurecida por esta  violencia, terminó con los dos bandos con gases venenosos y enterró los muertos bajo La Roca, de donde surge el color sangre que tiñe Uluru al atardecer. Es un recordatorio del castigo que conlleva la arrogancia y el orgullo.

El Uluru, o Ayers Rock, es el ombligo del mundo según las creencias de los Anangu, los aborígenes que habitan estas tierras que parecen tener debajo el mismísimo infierno bíblico. En realidad no es una montaña, es un monolito que se eleva 350 metros sobre el suelo. La mayor parte de La Roca, 2.500 metros, está bajo tierra. Es un iceberg petrificado en el desierto.

A partir de Octubre del próximo año ya no se podrá escalar el Uluru. Para los Anangu es un sacrilegio subir esa montaña y el Gobierno, como muestra de respeto, ha prohibido la ascensión. Yo, desde luego, firmo y me adelanto a ese respeto por las culturas de los demás y a la conservación mediambiental del Ayers Rock que, cómo muchas partes del Mundo, está sufriendo, con el incremento del turismo, un desgaste insostenible. Está lleno de fantasmas que quieren apuntarse la muesca en la pistola viajera de ser de los últimos en hacer la cima del Uluru. Medallitas. Hay por ahí mucho capullo con sombrero de Indiana Jones. No hay porque pisarle a nadie lo sagrado ni tocarle lo que no suena. Yo, con caminar los 10 Km de su base me doy con un canto en los dientes.

Una de las mayores diferencias entre un viajero y un turista es el respeto a los locales y a lo local. El que inventó la frase “el cliente siempre tiene razón” debería estar navegando por el mar del Mundo de los Muertos colgado boca abajo por los tobillos del mastil más alto de un corsario y aventurero navio fantasma porque, desde luego, el prenda bordó la tontería.

La mañana de la primera jornada del viaje transcurre recorriendo kilómetros y kilómetros de largas carreteras entre tierras desérticas y deshabitadas. Únicamente hacemos un par de paradas en cafés gasolineras tipo Arizona. Son 450 km hasta Uluru.

Para estirar las piernas, al mediodía, un bocadillo y 2 horitas de trekk hasta el Kings Canyon que se va despiezando por la erosión. La misma Naturaleza que lo ha construido, a base de corrimientos de tierra perdidos en el tiempo, también lo destruirá en una continua evolución.

Tras otro par de horas de carretera, paramos también para ver a lo lejos el Mont Conner que se alza al atardecer, en medio del desierto, como embajador que anuncia la ya próxima aparición de Uluru, su hermano mayor.

En el campo base de Uluru, cena de mejunjes varios, poco apetitosos pero proteínicos, y a dormir al raso o en unas tiendas destartaladas embutidos en unos tupidos sacos de dormir camperos. La noche es nublada y fria pero el cansancio empuja el amanecer en un abrir y cerrar de ojos.

Segundo día. Desayuno con café y tostadas y otra vez a la carretera. El grupo se mueve bien y sin problemas. Yo voy muy organizado y funcionó cumpliendo tiempos sin agobios. Lo importante, a mano, todo en su lugar. Tengo las pautas de vida nómada bien aprendidas y automatizadas como ritos agarrados a la piel por una costumbre ya casi genética.

Agua, móvil y baterías, crema solar, gafas de sol, sombrero, ropa térmica, tabaco…. todo se ha de encontrar en 20 segundos y, si se tercia, a oscuras. Higiene, comidas, necesidades fisiologicas… a ritmo militar, rápido y certero. Nada nuevo. Vida viajera.

Entramos en el Parque Nacional Uluru-Kata a las 8 de la mañana y empezamos a trekear por el Valle de los Vientos por donde serpentea el Kata Tjuta como un temporal de petreas olas rojas en el desierto. Tres horas por un pedregoso terreno tuercebotas mientras la temperatura va escalando, desde por debajo de los 10°, de madrugada, hasta cerca de los 40° al mediodia. Los espectaculares paisajes son dignos de las pelis de la época dorada del western y de sus sucesoras, los duelos y guerras futuristas e Interplanetarias. En mi cabeza suena música de Ennio Morricone e imaginarios aullidos de coyotes.

Ya en la zona de acampada, hay un área con mesas de picnic y una pequeña piscina. Cómo el Reglamento de la Federación Mundial de Viajeros no lo prohíbe expresamente, me pegó un baño de lo mas placentero que servirá hoy también de ducha. Espero que este remojón, un pelín turístico quizás, no me comporte ninguna denuncia ni, mucho menos, sanciones como retirada de carnet viajero con pérdida temporal de categoría y periodo de reeducación en algún gulag o purgatorio para turistas. Al fin y al cabo, ser viajero no significa ser masoca y la oportunidad la pintan calva. Tras el bañito, comemos tortitas mejicanas con ensalada, atún y jamón dulce. Buenas.

La tarde transcurre ociosa y holgazana, evitando las peores horas de la caléndula con una visita el Centro Cultural de los Anangu, antes de disfrutar del primer contacto con el Uluru en su hora más glamourosa, cuando el atardecer magnifica su atractivo formando un espectáculo de luces y colores.

Por fin tengo delante Ayers Rock, imponente con toda su carga mítica y legendaria  El Uluru, una mole roja incrustada en la tierra como un meteorito caído del espacio, impresiona por si mismo pero, más si cabe, por la espiritualidad que le rodea derivada de la ancestral cultura de los Anangu. Aquí, algo invita al silencio y al recogimiento. O lo exige. Mañana trekearemos su base pero, ahora, ya empezamos a conocerlo en un paseo por cuevas y lugares que confirman la especialidad de este lugar del Mundo. El paseo acaba en una magnífica pared vertical con la que el sol y los árboles juegan a sombras chinescas. Si, para los Anangu, Ayers Rock es el Vaticano, está pared es la Capilla Sixtina.

Acabamos el día con el sunset sobre La Roca. Sin palabras.

Tercer y último día. El Uluru Base Walk es un paseo tranquilo apto para todas las edades, de 8 a 80 años. La Roca tiene bien ganado su prestigio. Revestida de una piel escamosa y llena de cicatrices atemporales, como un cocodrilo macho curtido en 1.000 duelos territoriales, su colorido de sangre y tierra, sus dimensiones mastodónticas, su evocadora multiformidad y su espiritualidad étnica de un más allá arcano y etereo la sitúan en la categoría de mito viajero.

Nos hemos levantado a las 4,30 de la madrugada para desayunar viendo la salida del sol por detrás de Uluru, otra hora en la que el monolito va sobrado de magia y fascinación, y empezamos a caminar a las 6,30. Son algo más de 2 horas y media de paseo hasta completar la total circunferencia del Ayers, 10 km, y en el que vas descubriendo todas sus caras, rincones y paisajes mientras la mañana les va poniendo vida y color.

En un viaje hay objetivos que, al conseguirlos, piensas que ha acabado una etapa, que hay un punto y aparte. Éste es uno de esos momentos, igual que la llegada a Vladivostok con el Transiberiano o a la Puerta del Sol en el Machu Pichu . Sí, he llegado a Uluru, he recorrido su base y lo he disfrutado en sus mejores momentos. Feliz.

Solo 5 de nosotros hemos hecho el trek y llegamos al lugar de encuentro con los demás a las 9, antes de que despierten las moscas y el sol se quite las legañas y se meta en faena. De vuelta a Alice Springs. Mañana cojo bus a Adelaide y, de ahí, en unos días me voy a Tasmanía. Hemos quedado en Hobart con Ramón, mi hijo. Otra vez vamos a ser compañeros de aventuras.

Llegando a Alice Springs, en la radio suena «Take me home», de John Denver…

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