Hasta cuándo me equivoco tengo suerte. En realidad, siempre que ocurre algo «malo» pienso que hay una razón y que, con el tiempo, lo agradeceré.
A las 6,30 de la tarde, después de casi 600 km en bus, paramos a cenar en Coober Pedy, un lugar de paso en la carretera que recuerda esos pueblos de película de Tejas o Arizona, ventosos, deshabitados y secos como un higo chumbo. Hay una estación de servicio con un motel y una gasolinera. Me dicen que tengo para cenar hasta las 8.15. Lo que no me dicen es que aquí es una hora más. He cruzado un uso horario sin enterarme. Vuelvo al bus tranquilamente a mis 20 horas y ya no está. El conductor se ha descontado y me ha dejado en tierra más colgado que un jamón de feria. ¿Y qué hago yo ahora?
Vuelvo al restaurante, me encuentro una policía y le explicó el caso. Llama a la compañía de autobuses y, en media hora, tema arreglado. Me quedo hasta el día siguiente con alojamiento y comidas pagadas. La habitación del motel es de lo más correcto y el restaurante una maravilla, así que me pasó todo el día organizando viaje, escribiendo y comiendo. Cómo voy sobrado de tiempo, ya que Ramón no llega hasta dentro de 4 días, el paréntesis me sienta como un día de vacaciones.
El viaje desde el centro del centro de Australia, los Territorios Norte, hasta la costa sur, es un viaje a través de la nada, por la Stuart Highway, entre los desiertos de Gibson, Gran Victoria y Simpson. Desierto y más desierto salpicado de un pueblo cada centenar de kilómetros, pueblos que existen sólo porque en el lugar hay una mina, una fábrica o, simplemente, una granja de avestruces cuya explotación hace necesaria la presencia humana.
Más que pueblos son colonias con 4 casas, unas decenas de barracones y una gasolinera, un bar y un colmado, normalmente todo amontonado en la misma Estación de Servicio. Allí sueltan a hombres y chavales durante 6 meses o un año para trabajos eventuales en infraestructuras básicas, sin nada más que hacer cuando acaban la jornada que ver pasar el polvo aventado por las vacías carreteras y alcoholizarse para refrescar el calor de los días y soportar el frío de las noches abrazados a la soledad.
Cuando llegas a un sitio de estos enseguida lo reconoces. Estás en «Nothingville». Quizás 100 almas, sin niños, 3 ó 4 familias de aborígenes, jóvenes trabajadores y viejos colgados, van viendo pasar a los viajeros que allí recalan unos minutos o unas horas, pero no más, porque esos lugares no son nunca un destino. Son puntos en un mapa de carreteras con una vida dura y sin sentido, una prisión sin rejas y con la mismísima Nada de carcelera.
Haber conocido eso, encima con gastos pagados, lo debo a un error viajero. Mucho premio por un descuido. Unos nacen con estrella y otros estrellados.
Ya en Adelaide. El domingo es el día que me gustan más las ciudades. Es el día que las calles se desestresan, el día de las terrazas, los parques, las calles peatonales, los mercados y los centros comerciales. El domingo, la mitad de los habitantes de las ciudades la abandonan a merced del forastero y Adelaide no es una excepción, solo que hay muy poco forastero. Parece que ya se acerca la Navidad. O eso dicen las decoraciones de tiendas y calles. Pues que bien.
Después de comer, ya no hay urbe. Alguien aprieta el botón de stand by y la ciudad queda en suspenso. Cada oveja con su pareja y cada pájaro a su nido. La ciudad queda desierta. Quizás una salida al cine, quizás al estadio pero, en definitiva, se ha cerrado el telón.
Llevo 3 días casi sin caminar. El lunes me dispongo a patear la ciudad. Vuelvo a las andadas. Por la mañana paso 3 horas paseando por las decenas de kilometros de senderos que hay en las colinas que rodean Adelaide. Luego, vuelvo a través de barrios residenciales tranquilos, con bonitas casas unifamiliares con cuidados jardines y traspaso de punta a punta los parques Victoria y Rymill hasta topar con el río Torrens. A lo tonto a lo tonto me he pasado todo el día caminando.
Adelaide parece un buen lugar para vivir, con una magnífica calidad de vida. Es una ciudad muy poco urbana y nada agobiante, perfectamente integrada en la Naturaleza que la rodea. En media hora estás en el campo o en la playa. Entre las colinas, las enormes extensiones de viñedos, el mar y el río, es difícil reconocer que este lugar plano, lineal y casi sin skyline, con grandes y mimados espacios verdes por todos lados, es una urbe de 1 millón y medio de habitantes. Adelaide es, además, evidentemente liberal y culturalmente muy activa. Es impolutamente limpia, con una universidad importante, con muchas posibilidades de actividades, desde nadar con tiburones a degustaciones vinícolas, iglesias de todas las confesiones, muchas bicicletas… Tiene una comunidad homosexual sin ningún secretismo y con infraestructuras cuidadas para conciertos y todo tipo de eventos de calidad, un jardín botánico cuidado, amabilidad y eficiencia …en fin, una ciudad con una personalidad muy moderna, casi de un futuro ideal.
En el hostel también el ambiente cambia ostensiblemente en comparación con lo que he visto hasta ahora en las ciudades. Parece un Colegio Mayor o una residencia de universitarios. La juventud que viene aquí a trabajar es mucho más educada, ordenada y responsable. Nada de fiestas y caos.
Por cierto, un comentario rápido. No veo españoles viajando. Es curioso.
He dejado para el ultimo día acercarme al puerto de Adelaide, también cuidado como una joyita, con edificios, locales y negocios con sabor marinero, arte callejero y un faro como de Mecano.Y por la tarde, el mercado central, casi demasiado perfecto para ser un mercado y Chinatown, que más que un barrio chino parece unas galerías comerciales. Es curioso como estos australianos lo tienen todo pulcra y cuartelariamente organizado y regulado y lo educadita y obediente que tienen a la gente. Por algo son casi las antípodas del Mediterráneo.
Estoy soso. Hoy el dia se ha despertado frio y triste y yo con èl. Llueve. Mal dia para un viajero. Revolotean los pájaros de mal agüero, cuervos y buitres, soledad y nostalgia. No sopla viento, ni la más leve brisa.
En casa sería un bonito día para pasar al lado del fuego. Hacer algo a la brasa para comer. Cordero, quizás. Y unas tostadas con tomate y una botella de buen vino tinto. Y quizás una película. También sería, seguro, un bonito día para el amor, si el amor existiera. Y, quizás, luego, cenar con amigos. Si, eso también seguro sería bonito.
Necesito un abrazo fuerte, muy fuerte, y que salgan algunas de esas lágrimas que todos tenemos dentro. En 3 días viene mi hijo. 72 horas. Empiezo a contar. Agua para beber, calor para templar, aire para respirar…