Para mi «Pernambuco» siempre había significado algo así como un lugar lejano que ni siquiera sabía si existía o si existió alguna vez. Cómo decir “Conchinchina”. Pues ya ves, nunca lo hubiera imaginado y ya he llegado hasta aquí: Estoy nada menos que en el estado de Pernambuco.
Aterrizo en Recife y me voy directamente a la vecina Olinda, casi un barrio de la gran capital pernambucana. La primera sensación al llegar allí es el color. Casas e iglesias con sabor colonial compitiendo en colorido entre la selva y el mar.
La segunda sensación es el calor. Veo en las portadas de periódicos que se están batiendo todos los récords. Realmente parece que en Brasil es muy difícil vivir entre las 12 del mediodía y las 3 de la tarde. No se si será un efecto del cambio climático. Hay opiniones para todos los gustos y, sobre todo, para todos los intereses, pero sí es cierto que, deambulando por el Mundo, te das cuenta de que la rabia del calor y la carencia de energía y agua afectan ya a grandes zonas del planeta. Me pregunto que pasará si llegan, o mejor dicho, cuando lleguen estos efectos a nosotros y se imponga un drástico y restrictivo cambio de costumbres. Ahí lo dejo, aunque ya sé que eso son catastrofistas historias de ciencia ficción. ¿Verdad?
Es domingo y en Olinda son previas de Carnaval. Desde la habitación se oyen los tambores tentándome a salir. La sensación térmica es de puro horno pero estoy ya en el Brasil bailongo y festero así que me subo a la colina y me quedo disfrutando de samba y caipiriñas. Como Dios manda. Allí me encuentra el atardecer que da al skyline de Recife, por encima de los los tejados de Olinda, un tono de Armagedón apocalíptico.
El cansancio del viaje me puede y, antes de las 10 de la noche, me duermo todavía al son de los ritmos carnavaleros que entran por la ventana y retumban en las paredes. La fiesta tiene pinta de ir para largo.
La samba es uno de los ritmos más atractivos jamás inventados. Quieras o no quieras, se te van los pies. La instrumentación, llena de percusión, y la fiesta que genera tiene poca competencia, quizás sólo la de la salsa caribeña. Seguro que también el lenguaje tiene algo que ver porque, en mi opinión, el idioma brasileño es el más bonito del Mundo sin más rival serio que el italiano y, desde luego, el argentino que se parece pero no es español.
Visto Olinda, patear el decrépito centro histórico de Recife da para un dia más, simplemente. Es una ciudad. Antiguos y modernos rascacielos, iglesias, mercados y un montòn de gente sobreviviendo en la gran urbe de demoníacos calores exteriores y salvadores aires acondicionados interiores. Y, eso sí, aquí también todo casi siempre acunado por samba, cantos espirituales y bossa nova callejeras de transistor y altavoces que pone banda sonora a un desfile de transeúntes atolondrados, tullidos, jóvenes artistas, travestidos, cuentistas y vendedores ambulantes de todo y nada. Más que una ciudad, un circo, como todas las ciudades y todos los circos.
Unas gambitas grilladas al olio con una cerveza helada en una terraza me recuerdan que la vida es bella y que, aunque lo extraordinario no se prodiga si no lo buscas insistentemente, vivir es un milagro que hay que gozar durante cada segundo que respiras.
Lo que no me da ningún placer son los mosquitos brasileños. Lo de esos bichos no puede ser únicamente por comer. Son agresivos. Esas bestias tiene algo contra los otros animales. No pican, muerden. De dia y de noche, es un no parar y yo ya parezco la diana de un pub inglés centenario. Mira que he sufrido mosquitos de todas las nacionalidades pero no recuerdo ningún otro lugar del Mundo en que tuvieran una mala sangre parecida. Unos verdaderos cabronazos.
Hasta ahora he tenido que ir en avión a los diferentes destinos de este país separados más de 1.500 km unos de otros. Ahora ya puedo dar un tregua al presupuesto y cogeré un bus para hacer los casi 700 que separan Recife de Salvador de Bahía. Serán 15 horas de carretera.
O tenia sueño atrasado o me ha picado la mosca Tsé tsé. He dormido por lo menos 12 horas. Ni me he enterado del viaje y me planto en Salvador, ya en el estado de Bahía.
Más color, más calor, más samba, más centro histórico desconchado, más circo peeero…
Salvador de Bahía tiene un sabor especial y el callejeo es un verdadero placer. Especialmente en San Antonio, Pelourinho, la playa de Barra… una Cuba carnavalera sin puros ni jineteras. Africanos, indígenas, rastas, enanos, turistas, músicos, niños, hechiceras, santones y abuelas, todo agitado como el dry martini de James Bond pero también muy mezclado. Y la parte nueva es una enorme exposición de arquitectura contemporánea con mastodónticos centros comerciales, plazas y rascacielos que quitan el hipo y castigan las cervicales.
Hasta llegar a la playa, la estética humana está muy alejada del tópico escultural carnavalero, más bien lo contrario: moles humanas consecuentes con la basurera, carnívora y cervecera alimentación. En la playa ya sí, los jóvenes yogurines exhiben cuerpos más moldeados a base de gimnasio, pasta, pavo y zumos varios. De todas formas, aquí se lleva más lo curvoso con nalgas luneras y gran pechonalidad que el tipito etéreo de modelo anoréxica.
La playa es también ideal para hacer inmersión en la cultura gastronómica de Bahía y sacudirte entre pecho y espalda unos cangrejos, una tapa de lambretas, unos camarones, una picanha con acompañamiento bahiano… Y cerveza helada, desde luego, o refrescante caipirinha directa en vena.
Por cierto, toco madera pero no siento por ningún lado la supuesta inseguridad de las ciudades brasileñas. O tengo más pinta de atracador que de atracable o alguno lleva escrito en la frente “Quiero problemas”. Desde luego hay que tener las precauciones obvias como en toda gran urbe, pero yo sòlo veo buena gente.
También es cierto que la ciudad está prácticamente tomada por la policía. Impresiona ver cómo se para, delante tuyo, un 4×4 de la Policía Militar, bajan 3 agentes armados, con uniforme de combate completo incluido chaleco antibalas, ordenan a dos chavales que se pongan contra la pared con las manos en la nuca y uno los cachea a conciencia mientras los otros dos les apuntan con las metralletas. Buscan droga y armas supongo.
Salvador es deliciosamente anárquica y feliz. El maletero de un coche es un restaurante, la playa un mercado y la calle un escenario. La gente se sabe las canciones que suenan siempre en cualquier bar o esquina y las canta ensimismado o a voz en grito… y baila… y ríen… ¡¡¡La gente ríe!!! Sin pedir permiso, sin pedir perdón. Tudo bem.
He pasado aquí 3 días de larguísimos paseos, estupendas comidas en la playa y frescas tardes de terraza, música y cerveza. Salvador es de esos sitios que cuesta irse y que, cuando te vas, se te hace un nudo en la garganta, parece que te pican los ojos y se te encoge un poquito el corazón… Siento que algún día volveré.
Y aquí al ladito, porque en Brasil 400 km es un paso muy corto, está la Chapada Diamantina y uno de los mejores trekkings del Mundo: Vale do Pati. Toca Naturaleza.