Sudáfrica (y 3) Hermanus. Ballenas. TIc, tac, tic, tac…

Pues heme aquí, en Hermanus. 

Decía que la nostalgia me estaba ya mordisqueando. Voy para los 150 días de viaje y empiezan a pesar. Noviembre es un magnífico mes en casa. Todavía hay días soleados aunque frescos, y por la noche hay que encender el fuego. Si hay temporal de Levante o Tramontana, el viento azota las paredes, no hay nadie en la cala y el ambiente dentro de la casa es de una magnífica calidez salvaje que sublima cualquier emoción o sentimiento, desde la felicidad hasta la tristeza, desde el amor a la soledad. Una botella de vino y unas costillas de cordero a la brasa con una tostada de pan con tomate pueden elevarte ya al séptimo cielo.

¡Qué lejos estoy!

Hermanus es un pueblo de playa, como el mio, y es famoso porque, desde los caminos de su costa, de junio a noviembre se pueden avistar ballenas francas australes que se instalan aquí para reproducirse y alimentarse. Yo las vi en Puerto Pirámides, en Argentina, y son un espectáculo. Verlas otra vez sería un verdadero broche de oro para mi periplo africano pero tampoco me voy a esforzar mucho. Lo que quiero es dar largos paseos fuera de la ciudad en un lugar tranquilo y Hermanus tiene pinta de eso.

Tras muchas investigaciones y gestiones parece ser que, para llegar a Hermanus, he de tomar un bus a Caledon y, de allí, un taxi a destino. El viaje es rápido y agradable, con un paisaje que me resulta muy neozelandés, con enormes extensiones de pasto para ovejas y viñedos rodeados de montañas.

A las 11.30 llego a Hermanus, un pueblo de lo más insulso como tal que, si las ballenas decidieran pasar de largo, perdería un buen cacho de su atractivo turístico y consecuentes ingresos. Naturalmente, hay varios monumentos a los cetáceos y numerosas agencias y alojamientos que exprimen el asunto ofreciendo todo tipo de actividades alrededor de estos animales y del pariente violento que también habita por estas aguas: el tiburón blanco. A las ballenas las puedes ver en barco, en excursiones a pie, en helicóptero, nadando, en kayak y supongo que si te empeñas, y pagas, hasta en camello. Al tiburón blanco solo en una jaula reforzada. Quizás también buceando, pero eso ya es para gente “especial”. Servidor, en cuanto al tiburón pasa olímpicamente de lo uno y de lo otro y, en cuanto a las ballenas, solo las veré si deciden asomar el morro, o la cola, en alguno de los paseos que pienso hacer de una punta a otra de la costa.

Pero además, aquí también hay un Parque Natural, el Frenkloof, y unas montañas estupendas, las Kleinrivier, con una red de senderos que no me la acabo ni en una semana así que he acertado totalmente el lugar donde pasar mis últimos días africanos.

Un paseo para ubicarme, un fish&chips y, después de dejar las cosas en el hostel empiezo los paseos. Primero, la costa.

Me ha parecido todo bastante poco natural. Un sendero emporlanado con gracia, pero emporlanado, y gente sentada en las rocas esperando la actuación de las ballenas. Incluso me ha parecido ver en el horizonte una aleta-mano con el índice levantado enviando a tomar viento al público asistente. Serán cosas mías. Suerte que aquí es como nuestro final de primavera, entre semana, y no hay mucha gente. En temporada alta debe ser horripilante. La costa… bonita. Sin más. Como las ballenas no se dignan a venir, unos animales con pinta de simpáticos, tipo ardilla gorda sin cola, les hacen de teloneros y van apareciendo durante todo el paseo por el sendero. Aquí les llaman klipdassie y son los hyrax rock que ya me había encontrado subiendo al Monte Kenia.  Bichos viajeros, como yo. 

Unas líneas sobre blancos y negros. Mandela debió hacer un montón por los derechos civiles de los negros sudafricanos, pero tengo la impresión que nacer negro aquí sigue siendo un mal negocio. Obras, cocinas y servicios en general, son trabajos de negros con contadas excepciones, mientras que el comercio, industria, finanzas y latifundios agrícolas y ganaderos es cosa de blancos. Vamos, que el negro es el que sirve y el blanco el cliente y jefe. Y, como ya he dicho, hay por las calles un montòn de vagabundos pobres de solemnidad y el 99% son negros. Ya no se les llama esclavos pero no sé yo… Esto de la libertad es muy relativo. Quizás falta todavía una generación. 

Hoy haré montaña. El día está llorón pero a las 10.30 parece que aclara. Sigo el sendero que me marcan en el hostel y que recorre toda la falda de las Kleinrivier, unas montañas peladas que no dejan de tener atractivo. Después de 1 hora de pasear sin desnivel, veo un letrero que marca la dirección a la cima del Lemoenkop y, como a mi la palabra “cima” siempre me tira, me desvío del sendero y voy hacia arriba. Es una montaña pequeña pero con vistas a toda Walker Bay. Bajo otra vez a reencontrar el sendero que recorro sin ver ni un alma en toda la caminata. El paraje es agreste y con unas flores que parece de otro planeta. Unas parecen bombones de chocolate blanco, otras la explosión de fuegos artificiales, otras frutas cortadas en forma floral… Se me va la imaginación. Disfruto.

Voy a parar a la costa y me encuentro con el final de Cliff Path, el sendero por el que caminé ayer. Ya llevo 4 horas pateando. Parada de una horita para descansar y comer un par de sandwiches que me he preparado esta mañana. Por allí, costeando, vuelvo a Hermanus, hoy también sin ver asomo de ballenas… peeeeero… , a medio camino, a lo lejos una enorme ballena pega un salto sacando más de medio cuerpo del agua. Me quedo de piedra. No me lo esperaba. Otro salto más y ya solo asoman un par de veces las cabezotas. Parece que son dos. No hay tiempo para foto, apenas un punto negro en el océano, pero tengo la imagen. Su libertad me hace feliz.

La excursión ha sido chula y con este final más. Casi 7 horas. Me ha pasado el día volando. Como siempre, en realidad. El reloj no da tregua, cae el sol y ya se va este brumoso día que se acumula a los otros días, semanas, meses y años que van pasando a paletadas sin casi darme cuenta. Quiero ser muy consciente de cada día que empieza y cada día que acaba. Son regalos de valor incalculable. A saber cuantos quedan. Yo cada día me despierto con el mismo sonido: tic, tac, tic, tac… Y con eso, vuelo. 

Mañana vuelvo a Cape Town, duermo un poco y a las 7.30 a. m. avión a Johannesburgo y, de ahí, a Buenos Aires. Diez días con amigos a descansar. Mi viaje por África ha terminado. Viniendo de Turquía, desde Addis Abeba a Cape Town,  casi 7.000 kilómetros por este continente indefinible, 111 días de emociones y experiencias que no olvidaré nunca. Ha sido… mucho. Las montañas Semien, Denakil, Harar, Suswa, el Monte Kenia, el Kilimanjaro, los perros de Gorué, las chapas mozambiqueñas, los niños basureros de Antananarivo… y hasta aquí he llegado.

Sí, necesito descansar. De cuerpo y alma. Buenos Aires me espera.

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Sudáfrica (2) Ciudad del Cabo. Cabeza de León.

Al igual que Japón en relación con Asia, Sudáfrica sólo es África geográficamente, pero come aparte. Tres de los 10 hombres más ricos del continente es sudafricano, aunque 12 de los 52 millones de sudafricanos pasan hambre.

Zulúes, minas de diamantes, la Guerra de los bóers, apartheid, rugby, Mandela, ballenas y tiburones blancos…. Sudáfrica es quizás el país más interesante y rico del continente negro, no solo económicamente, si no en todos los sentidos.  

Sudáfrica es la cabeza del león africano.

Las botas nuevas se resisten y continúan con su rebelde dureza. No parecen conformadas con su destino y me están dando bambú, pero espero que, poco a poco, se vayan ilusionando con nuestro porvenir que promete aventura. Es cierto que les ha tocado el gordo y van a tener que currar pero con resistirse así de farrucas no arreglarán nada.

He venido a parar a Ciudad del Cabo porque tenía que pasar por Sudáfrica, sí o sí, para cruzar el charco y plantarme en Sudamérica. Y ya que he de pasar, hago un alto en el camino, me quedo una semana y aprovecho para conocer Cape Town y alrededores. Una de las primeras normas del viajero es aprovechar las escalas. Yo, encantado.

Me reencuentro con los hóstels. En África casi no hay alojamientos con habitaciones compartidas porque no hay suficiente turismo pero aquí ya sí. Y la primera en la frente: en la cama de abajo me toca un elemento que ronca como un volcán en erupción. ¿Que se le va a hacer? … Pues tapones.

Cape Town es una ciudad pequeña y atractiva. Hoy es domingo y da gusto deambular. Muy especial el mercado de artesanías africanas de Green Square, con un montón de homeless y actuaciones callejeras indígenas como no he visto en ningún otro mercado del Mundo. Todo Cape Town está lleno de vagabundos salvo el barrio portuario de ricos, Waterfront, un lugar entre Puerto Maduro de Buenos Aires y el Maremagnum de Barcelona, con casas y apartamentos exclusivos y, como quien dice, el yate en la puerta. El barrio malayo de Bo Kaap, el Ayuntamiento, Long Street…

Me sorprende el alto índice de obesidad, sobre todo entre las mujeres negras. Impresionantes mujeracas con vistosos colores en sus vestimentas campan por la ciudad moviéndose como hipopótamos con swing africano. Aquí se impone la comida basura por goleada. Un espectáculo.

Lo que más me atrae de Cape Town es subir a Table Mountain, la montaña enseña de la ciudad y Parque Nacional, de 1.086 metros sobre el nivel del mar y con una cima plana de 3 km. Hay un teleférico que te sube cómodamente para hacer la foto de las vistas a la ciudad pero la gracia está en subirla a pata. Desde Waterfront la imagen de la Montaña de la Mesa impresiona. Mañana voy para allá.

El día despierta nublado y frío. Me dicen en la caseta de información del Parque que hoy la cima ni se me ocurra. Me advierten que ni siquiera hay servicio de rescate. Tampoco sale el teleférico. Realmente arriba no se ve nada y llovizna suave pero con constancia y me conformo con un sendero que rodea la montaña.

El recorrido alternativo no es ajo y agua sino un bonito camino que me lleva encima de un pueblo de playa. Me gustan las playas en invierno así que me bajo allí. Se llama Camps Bay y no hay nadie. Huele a mar de invierno. Me recuerda a mi casa y la nostalgia me muerde los tobillos. Un paseo y me vuelvo a la ciudad en autobús. Son ya las 2 de la tarde y no tengo más remedio que invitarme a un plato combinado de pescado para quitarme el disgusto de no haber podido hacer cima en Table Mountain. Además Cape Town tiene fama de buen pescado y un viajero no puede obviar algo culturalmente tan interesante. Delicioso.

Todavía a las 4 de la tarde está la cima de Table Mountain totalmente sumergida en niebla. He hecho bien en no subir. Si mañana mejorara el tiempo lo volvería a intentar. Hace una tarde oscura para encerrarse en el hostel y no salir. Y me duelen los pies de las botas nuevas. Me empieza a preocupar.

El nuevo día es soleado pero con viento fuerte. Me voy a preguntar a los del Parque y me dicen que hoy es todavía más peligroso que ayer. Los vientos con rachas de 40 km/hora me llevan en volandas. Con lo que he perdido de peso tengo medidas de niño inflable pinchado. El Kilimanjaro me ha enseñado un montòn sobre prudencia. Las montañas hay que subirlas con condiciones climatológicas en principio favorables. Ya se encargará el destino de plantear dificultades añadidas. Sé sufrir, pero no viajo para eso.

Replanteo y me traslado a la hermana pequeña de Table, Lion Head, de 650 mtrs, mucho más resguardada del viento por la propia Table. Lion Head, «Cabeza de León» precisamente. La primera media hora de subidita es tranquila, con vistas a la costa que ayer pateaba y apta para todos los públicos de menos de 120 kg y forma física decente pero, la última media hora, hasta la cima, se encabrona y es escalada pura y dura con la ayuda de alguna baranda de cadena, una decena de agarraderas y un par de escaleras. Ojito. Muy chulo.

Estoy al lado del Cabo de Buena Esperanza pero me dicen que está abarrotado de turistas. No tengo obligación de visitar nada especial, solo vivo viajando. Para ir a ver el famoso faro, si no tienes coche hay que apuntarse a un tour y no tengo el cuerpo para eso. Cada vez tengo más claro que no hay que encelarse por ir a los lugares “míticos”. Si se da el caso sí y, si no, pues a otra cosa. Me explicaba un guía de montaña de Zaragoza que el Monte Perdido está a petar de gente subiéndolo y que, en cambio, al ladito hay otros 3 ó 4 tresmiles fantásticos que, como no tienen nombre rimbombante, los subes en absoluta paz y silencio solo contigo mismo. A mi la paz y el silencio me hacen falta para respirar. Así que paso del Cabo y me voy a Hermanus… A ver si tengo suerte y veo ballenas.

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Sudáfrica (1) Memorias de Sudáfrica. Kruger National Park. Monsieur Bombón y Bomboncete.

Hace casi 20 años, en el despacho me llamaban «Monsieur Bombón» . El mote venía de los niños africanos de la zona francófona, especialmente Senegal, Burkina Fasso y Malí que, cuando ven un blanco, le piden caramelos al grito de “¡Monsieur, bombòn, Monsieur, bombón! “. Y cuando viajaba con mi hijo Ramón, la broma era llamarnos Monsieur Bombón y Bomboncete. «Las Aventuras de Monsieur Bombón y Bomboncete», decían.

Supongo que me va a caer una bronca de mi hijo, ya adultísimo ahora, por explicar estas intimidades familiares.

Con Ramón, y antes de que cumpliera la primera decena de años de su vida, hemos ido a Disneyland París a saludar a Mickey Mouse, a buscar al verdadero Papa Noel a Laponia, a la boda bereber de unos amigos en Marruecos, a la Zona 0 de Nueva York a rendir homenaje a los bomberos fallecidos en los atentados del 11 de Septiembre del 2.001, a ver osos panda a China, a visitar el Tívoli y Legoland en Dinamarca…

Y creo que Bomboncete tenía 7 u 8 años cuando viajamos a Sudáfrica. Nuestro «objetivo» principal era intentar ver un rinoceronte blanco en libertad en el Parque Kruger.

La verdad es que, mirado ahora, a toro pasado, con la perspectiva que da siempre el tiempo, ir con un coche alquilado de lo más normal por el Parque Kruger, con animales salvajes en libertad por todos lados, solo con tu hijo de 8 años, es echarle narices, pero la aventura fue inconmensurable y, para un niño, algo así como vivir desde dentro una película de Tarzán. Aventura de verdad, sin trampa ni cartón.

Ahora, cuando hablamos de nuestros viajes en su niñez, me dice que le da pena no acordarse de la mitad de las cosas que vivimos. Es normal, era muy pequeño, pero seguro que aquellos viajes forjaron al hombre que es ahora, lo note él o no y, desde luego, tienen toda la culpa de nuestra relación, ahora ya más de compañeros y amigos que de padre e hijo.

Él no recuerda, por ejemplo, que nos apuntamos a una  salida nocturna en un camión 4×4, con guardias armados, para ver a los animales más complicados de localizar y así fue como, en medio de la carretera, encontramos a una pareja de leones en pleno «ejercicio» sexual. Ramón me pregunto que estaban haciendo y tuve que recurrir al tópico: “Están haciendo un leoncito”. Gracias al cielo, porque me estaba entrando un complejo de voyeur desagradable, aquello duro poco y seguimos nuestro camino. Ramón protestó amargamente porque no nos quedábamos a ver nacer al bebé león.

Tampoco recuerda el momento álgido de aquel viaje. Aquella noche habíamos dormido en un campamento de habitaciones con forma de chozas. El alucinaba de los monos ladrones que merodeaban por el campamento y que, a la que te descuidabas, te quitaban hasta la gorra. Pero sobre todo quedó impresionado, y yo también, cuando, después de desayunar, una bandada de elefantes se lanzó hacia el lodge dando berridos. «Barritando», para los màs puristas. Ni idea de lo qué debió provocar esa estampida pero, si no llegamos a estar protegidos por vallas, hubieran arrasado con todo. Pero eso fué sòlo el prólogo. 

Era ya el tercer y último día en el Kruger y, mosqueados por la experiencia, nos subimos a nuestro cochecillo y conduje por el Parque rumbo al próximo campamento cuando, por fin, a unos 200 metros, vimos un rinoceronte blanco solitario comiendo hierba tranquilamente. Yo paro el coche para no asustarlo y empiezo a hacer fotos mientras Ramón saca excitado la cabecilla por la ventana.

Y el rinoceronte se cabreó. O se pensó que le vacilaba o le retaba o me ponía chulo, qué sé yo. Empezó a dar golpes y arañar el suelo con una pata como cogiendo carrerilla, mirándonos y moviendo la cabeza de un lado a otro. Como a buen entendedor pocas palabras bastan, yo le doy a la llave para largarnos y el motor no arranca. Como si se hubiera vaciado la batería totalmente. Angustia. El rinoceronte se cabrea más y empieza a venir al trote hacia nosotros. Le grito a Ramón que cierre la ventana al mismo tiempo que recuerdo que el que llevo es un coche de construcción americana y que sólo se enciende si aprietas el embrague. Justo a tiempo. Acelero y veo por el retrovisor al rinoceronte corriendo detrás pero ya cada vez más lejos. Esta última imagen la recuerdo como si fuera ayer. Para no olvidar.

Ramón estaba excitado y divertido. No tenía conciencia del peligro que corrimos pero yo sí. Pasé mucho miedo. El rinoceronte era casi tan grande como nuestro coche y, si nos embiste, por lo menos nos deja en la carretera de cabezas para abajo hasta que vengan a rescatarnos. Y eso si no lo revienta todo.

Ahora la bronca me caerá de la madre de Ramón a la que nunca expliqué la «anécdota». Si se lo explico entonces hubiera sido capaz de no dejármelo llevar nunca de viaje más lejos de Zaragoza.

Yo no sé como estará ahora regulado el Parque pero, en aquel entonces, en cuanto salías de los campamentos, poca seguridad había. Te decían que no bajaras del coche más que en las zonas habilitadas y nada más. A tu aire.

Aquella noche en la cena y, después, en la habitación, no paramos de hablar sobreexcitados. Todo el viaje había sido una película, habíamos visto a los “5 grandes”, habíamos encontrado, y nos había atacado, “nuestro” rinoceronte blanco, una bandada de elefantes había embestido nuestro lodge, habíamos comido cocodrilo y mono… ¡Qué màs se puede pedir!

Yo no he olvidado nada de aquellos viajes y es que, en realidad, yo disfrutaba siempre mucho más que él. Experimentar y sentir tantas cosas extra ordinarias con tu hijo es un privilegio impagable y ver sus caras de alegría, emoción, miedo, sorpresa y un larguísimo etcétera de sensaciones, es, sin duda, lo mejor que he vivido.

Y, con alguna cana más, y esta vez solo, aquí estoy de nuevo: Sudáfrica.

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