1

Filipinas (1) Manila. Planeta misera.

Manila. Primeras impresiones.

Mucho tráfico, mucho ruido, mucha prostitución, inseguridad, pobreza, suciedad… De Japón a Filipinas, otro cambio radical. Ya vuelvo a no tocar fondo.

…reseteando…

A la salida del aeropuerto, se agolpan los taxistas a pescar pasaje. Hay una especie de «negociadores» y me preparo para el ataque. Voy al área exterior de fumadores y espero con un cigarrillo a que venga alguno. Ya no se sabe si voy o vengo y eso siempre da ventaja. Viene uno, pide 36 euros, 2.250 pesos. Lo dejamos en 600 pesos, 10 euros más menos.

Me presento en el hostel y, en la puerta, un letrero enorme lo deja todo bien claro: «NO ESTAN PERMITIDAS EN EL INTERIOR LAS DROGAS ILEGALES NI LAS ARMAS». Joooder, donde me he metido…

Ya es de noche y doy una vuelta de reconocimiento. Restaurantes coreanos cada 20 metros, seguratas en cada local, sea un bar o un colmado, letreros de neon anunciando clubs, prostibulos, boxeo de enanos y de mujeres y todo tipo de espectáculos cutres… Cucarachas a porrillo por el suelo… De lo mas sórdido. Tercer Mundo.

Estos cambios de países son traumáticos.

Por la mañana, Manila no mejora. La ciudad es un caos. Y ese olor…como en las ciudades indias o africanas…un olor acre, intenso, de humanidad adocenada, agitada y mezclada junto con basura, sudores, comida callejera refrita y motores viejos recalentados. Lo conozco. Es el olor de la miseria.

En la calle, antidisturbios, y en los bancos, seguridad con metralletas. Parece una ciudad en estado de sitio. El calor es sofocante, la humedad pegajosa y chabolas y rascacielos escupen a la cara enormes desigualdades sociales. La muchedumbre que abarrota las calles se busca la vida con aires de zombi y bandadas de jóvenes desarraigados, pobres como ratas y enviciados, ofrecen de todo intentando arrancarte unos pesos.

Qué hace un chavalito como yo en un sitio como éste tiene rápida respuesta: ver Mundo. Así es buena parte de este planeta, aunque desde nuestra vida occidental no lo veamos. No ver, no saber, no vivir esto, ciega hasta no dejarte disfrutar de tu situación de privilegio castrando tu capacidad de ser feliz y cocinando una sociedad cada vez más rebuscada, codiciosa, insolidaria, débil y pobre de espiritu.

Aquí la miseria se palpa en el ambiente. Es espesa. Al pueblo se le mantiene a raya a base de un nacionalismo patriotero y una religiosidad devota, todo ello alentado entusiasticamente por el poder, como suele pasar. Con eso, el karaoke y el futbol, se va tirando.

Todo un día de callejeo por Manila es un baño de realidad y me deja grogui.

Me subo a un jeepney, uno de esos autobuses filipinos chapados y pintados de colorines, y me bajo en Intramuros, un barrio de murallas, iglesias, edificios coloniales desconchados…y miseria. Luego, a Chinatown, farolillos, puestos de fruta y verduras, comida oriental, cables de electricidad como para tapar el sol…y miseria. De ahi sigo a pie hasta la Iglesia de Kiapo y el mercado que la rodea: cruces, figuras religiosas, estampas, incienso, muchedumbre a raudales…y miseria.

Es ya la hora de comer y aterrizó en el mercado de Dampa. Más puestos de fruta y verdura y, sobre todo, de pescado y marisco que compras en la calle y te cocinan en los restaurantes de alrededor. Curiosa la cantidad de gays, transexuales y travestis. El pescado, delicioso. Envolviéndolo todo…miseria, más miseria.

Y, de postre, paseando hacia el hotel, por pura casualidad e ignorancia, me meto en Bangueray Bogalo, Parañaque, Santo Niño y otros barrios populares y eso ya… Atardece y paseo por las callecitas de la zona donde la gente disfruta al fresco hablando con los vecinos, jugando al baloncesto y preparando barbacoas en la acera. Por dentro, un laberinto de callejones donde no entra la luz, un inframundo oscuro y siniestro. Las vísceras de la ciudad. De entrada supongo que, si eres «impresionable», aquí tienes chicha de sobras para alimentar tus miedos y salir corriendo pero, en realidad, la gente es afable, risueña y, aunque parezca mentira, feliz. No tengo allí ni la más mínima sensación de inseguridad o amenaza a pesar de que estoy en una especie de gueto tipo favela rodeado de gente que no gana en un año lo que llevo yo en el bolsillo. Y llevo muy poco.

Me quedo con la imagen de gente tremendamente dejada de la mano de Dios, con una felicidad espontánea y natural sin el menor asomo de amargura. Una lección de vida. Por favor, si alguien me escucha quejame de algo, recordarme que yo he estado en Barangay, el hogar, dulce hogar, de la más pura y dura…miseria.

No será éste, seguro, uno de mis mejores relatos. Todo esto te deja sin palabras, descorazonado y como metido para dentro, con una sensación rara. No sé. Son ostias visuales en los morros, una serie abrumadora de golpes higado-bazo que no se encajan bien sino todo lo contrario. Yo ya he visto mucha pobreza en viaje, pero esto… No sé. Esto es el planeta Miseria. Lo dejo aquí. Tampoco tengo hoy más ganas de escribir.

Me decía en Japón Andrei, un viajero ruso: «A quien no le gustan las putas ni bucear, en Filipinas no se le ha perdido nada». Entonces yo todavía no lo sabía pero, diciendo eso,  Andrei estaba, y supongo que continúa estando, tremendamente equivocado.

Mañana me voy de aqui. En Tagaytay, a 60 km de Manila, 3 horas de bus, está el volcán Taal. Sigo camino.




Filipinas (5) «La Cordillera» (y 3ª parte) Tatuajes.

El Monte Pulag me ha descoyuntado. Pasaré 4 ó 5 días descansando en Sagada. Quiero comer bien, pasear y dormir mucho. Sagada es, en pobre, un pueblo-estacion de deportes de aventura, con un aire hippie/pijo/guay, con buenos restaurantes y senderos agradables. Me vale.

Se me van las buenas intenciones y, ya al segundo día, como la cabra tira al monte, me meto al coleto una travesía de más de 3 horas incluyendo el pico Kiltepan, 1.600 metritos, con unas vistas preciosas del valle y las terrazas de arroz.

A la vuelta, encuentro un café donde me zampo un bistec de buey con arroz y verduras para chuparse los dedos. Quizás la mejor comida desde hace 15 días. El propietario y cocinero, Norberto Carbonell, es un ex marinero filipino que, después de recorrer los puertos de medio mundo, ha recalcado aquí, en Batalao, un pueblecito de La Cordillera bien alejado del mar.

Norberto tiene nombre y facciones más ibèricas que filipinas, y es que este país es como un museo etnològico. Puedes estar en una aldea donde las caras de malayos sean lo habitual, subirte a un autobús y encontrarte a 4 señoras delante con pinta de peruanas o bolivianas, y bajarte en el siguiente pueblo donde todos parezcan mongoles o tibetanos. Y si te das una vuelta por los alrededores y profundizas un poco por zonas de montaña, todavía te encontrarás gente que jurarias son indios norteamericanos, negros africanos o indígenas polinesios.

En este país hay casi 200 etnias con sus correspondientes dialectos. Aetas, igorots, kalingas, chabacanos… Por cierto, se ve que los Chabacanos de Mindanao hablan puro español y es que, aquí, vas mejor con el español que con el inglés. Mi filipino progresa viento en popa. Les dices: «Hola como estas? No hay agua en el baño.» Y te entienden perfectamente. Otra cosa es que te la arreglen. Aquí las cosas van despacio, muy despacio.

Al tercer día ya me meto en otro berenjenal. Resulta que, a 50 km de Sagada, está el territorio kalinga, unas aldeas de montaña conocidas por sus mujeres tatuadoras. Allí voy. En Buscalan vive la más famosa de ellas, María Fang-od Oggay, también conocida como Wang Od. Nació antes de que existirán los registros pero calculan que tiene más de 90 años. María es una guru del tatuaje en todo el mundo. Gente de los 5 continentes viene a hacerse tatuajes a Buscalan y a aprender de ella y, sin ella, este pueblo sería NADA. Ahora, casi cada casa aloja huespedes y la mayoría de sus habitantes viven del turismo de una  manera u otra aunque, desde luego, no han dejado sus cultivos de arroz y marihuana ni su ganadería doméstica.

A Buscalan se llega en 1 hora de jeepney hasta Bontoc, transbordo, otras 2 horas bien buenas hasta un puesto de la carretera y, de ahí, otra hora subiendo la montaña por un camino de barro y escaleras. Llueve otra vez, como cada tarde, y subo y bajo chapoteando en el lodo.

La aldea es una amalgama de chabolas, muchos niños, perros, gallinas, cerdos y mas barro. Las costumbres de esta tribu kalinga no han cambiado desde hace 100 años más que en los pantalones, las chanclas y la camiseta que son las pertenencias primarias de sus habitantes junto a la casa, los cultivos y animales familiares, aunque para los visitantes han acondicionado salas más o menos habitables. El poblado es sucio a rabiar, las casas puras chozas y las calles, embarradas y cercadas para que no se escapen los animales, son verdaderos establos.

Me alojo en una casa particular, en lo que debiò ser el granero, hoy remodelado con tarima de madera, fotos, un colchòn y unos alambres donde cuelgan mantas y sabanas. Me señalan una especie de cenicero con una pipita y me dicen: «marihuana». Me concretan que la habitación cuesta 5 euros incluido el café, arroz y marihuana: «Rice, coffee and marihuana free. All you want». Pues muy bien.

La cena, en la terraza de otra casa particular donde hoy han hecho adobo de pollo. En el valle anochece. Mientras ceno, al lado, 2 chicas jovenes ayudadas por linternas tatúan con sus instrumentos rudimentarios a 2 chavales.

Ya de vuelta a mis aposentos de esta noche, la lluvia gotea en la uralita y se está calentito. Sentado en el suelo encima de una manta, escribo y pienso a la luz de una vela. Auténtico. Abajo, un corrillo de vecinos charlan alegremente mascando tabaco y escupiendo. ¡Vaya lugar!

Ya es hora de dormir. Bajando las escaleras del ex granero, 2 cerdos negros enormes duermen custodiando la pequeña habitación con un cubo y un agujero que hace de W.C. No os lo describo, y os aseguro que deberíais agradecerlo.

Y… sè que alguno se preguntará: «¿Se fumo la marihuana?» Se admiten apuestas…

A la mañana siguiente, voy a conocer a la «apo», la abuela tatuadora. Està sentada en un taburete haciendo un tatuaje. Los tatuajes rituales de los Kalinga, se siguen haciendo con espinas de un árbol y bambú, mezclando hollín de pino, agua y papa dulce e introduciendo la tinta en la piel a golpecitos, punto a punto.

Alrededor de la abuela, unas 30 ó 35 personas. Todos quieren hacerse tatuajes y fotos con la leyenda viva y, algunos, se quedan durante meses en esa aldea para aprender de ella. Buscalan es la Meca del tatuaje étnico, y Maria poco menos que el mismísimo Papa.

Esto se acaba. La Cordillera ha sido un viaje diferente, casi espeleología sociológica enmarcada en valles y montañas envueltos en bruma, conviviendo con personas de muy diferente condición a la mía. Me he encontrado gente fuerte, muy fuerte. Superhombres y, sobre todo, supermujeres con el poder de la alegría. Respetuosos, generosos, solidarios e inasequibles al desaliento. Seres que parecen no conocer el dolor, la tristeza, la mezquindad, la depresión y la enfermedad a pesar de que casi no tienen ni educación, ni asistencia sanitaria, ni ayuda de ningún tipo de la que el progreso pone en nuestras manos occidentales como un derecho casi natural e indiscutible. Deberiamos pensar que tiene de malo nuestra idea de progreso que nos debilita y empobrece.

Y he resaltado «supermujeres» porque aquí y, en realidad, en todo el mundo, ahí si que Occidente va parejo, el 80% del peso de lo que constituye la esencia de la vida, lo hacen las mujeres, impresionantes e insustituibles para que la vida sea lo que es. Trabajan, cuidan a los hijos, cocinan y dan con sus risas y gritos luz y sonido. El hombre es un complemento. Eso también debería reflexionarse o el género masculino se condenará a un lugar meramente anecdótico en la sociedad, justo por debajo del ajo y el perejil.

Completo la carretera de La Cordillera en un bus a Manila por la vertiente de Nueva Vizcaya. Un viaje incómodo de 12 horas. El bus tiene puesto esos plásticos, para que no se ensucien las tapicerías de los asientos, que te van quemando la rabadilla. Suerte que yo me duermo sentado en la punta de un palo.

No me he hecho ningún tatuaje pero creo que, como si me lo hubiera hecho, me acordarè toda la vida de La Cordillera, sus valles, sus aldeas y, desde luego, el Monte Pulag. Han sido unos días magníficos. Este lugar tiene algo…algo indefinible. La Cordillera es muchas cosas que no tienen nombre ni adjetivos. «Algo» fascinante, atípico y no catalogado ni catalogable. Mi sensación es que de aquí me llevo «algo» y aquí me dejó «algo».

En Manila el tiempo justo para dormir y volver a comer en el mercado de Dampa. Mañana cojo un avión a Puerto Príncesa. Voy a conocer la otra cara de Filipinas: la playa.




Filipinas (2) Volcanes. Del Taal al Pinatubo.

Tagaytay es un pueblo donde los urbanitas de Manila vienen a respirar aire puro. La arteria principal es bulliciosa y fea, con centros comerciales y restaurantes de comida ràpida. Hay muchos hotelitos, muchas chabolas y una urbanización tranquila de segundas residencias para ricos. Un pedacito de tranquilidad robado a la selva.

A media hora de allí, está el volcán Taal.

Arriendo por 2 días un apartamento de 20 metros en uno de los rascacielos de la urbanización, una especie de ciudad de vacaciones vertical cutre. Tengo la habitación 2.327. Cómo el primer numero de la habitación de los hoteles suele indicar el piso en el que estàs, en el ascensor pregunto a la señora que me acompaña si vamos al segundo piso. Me dice que no, que vamos al piso 23. Acabáramos. No me siento nada tranquilo pero aquí estoy. Esto caerá o arderá algún día  pero no será hoy ni mañana, supongo. Ya sería mala suerte.

Por cierto, aquí, en Filipinas, salen intermediarios por todas partes y para todo. Es su sistema colectivo de supervivencia. Es pesadito, pero no hay que resistirse mucho. Es su manera de sobrevivir.

Consejo de viajero. En viaje, en un país extranjero, se ha de surfear con las olas, nadar jugando con la corriente, nunca querer canalizar el mar y cambiar las cosas por tus narices y/o «por su bien». Eso es tontería occidental. No es tu trabajo y no está en tus manos. Vive y deja vivir, actúa con decencia y corrección y no quieras ser el salvador de la humanidad.

A las 8 a.m. voy hacia el volcán en una moto con anexo trasero como los rickshaw indios. Allí, negocio una patera filipina y empieza el juego de matrioskas de la naturaleza que es este lugar. Primero está el pueblo, Taal, luego el lago, dentro del lago la isla de los volcanes, dentro del volcán otro lago y en medio del lago otra islita.

Media hora en la canoa y 2 horas para subir y bajar el volcán. La ascensión es fácil, pero el calor asfixiante la hace pesada. No hay sombra para esconderse y de la tierra va saliendo gas sulfuroso. Arriba, el premio es la vista al lago de la caldera. El pequeño Taal es una joyita natural aunque, en la cima, una atalaya para que hagan fotos los turistas que suben, casi todos en pequeños caballitos alquilados, elimina buena parte de la magia.

Ya en la otra orilla, doy una vuelta por el pueblecito, una carretera principal y 2 calles. Lo demás son senderos que dejan entre sí las chabolas en las que habita está gente. Más pobreza, pura vida.

Me regaló un pescado frito con arroz y otra vez para Tagaytay, montaña arriba, está vez en una moto con sidecar. Un viaje de media hora divertido, a todo gas, con el culo a 5 centímetros del suelo pegando botes hasta hacer sopa de mis riñones.

Poco a poco, me voy defendiendo mejor en Filipinas. Ya hago pie, tocó el fondo de puntillas y me siento más cómodo y suelto.

Apuntes. 1.- Ya he probado la comida de la calle: 1 trocito de pollo frito, 5 unidades de siomai, 1 pinchito de una cosa larga y fina que no sé lo que es, ni quiero saberlo, y una Coca Cola, 1,5 euros. 2.- He conocido una hormiga filipina. Muerde, la cabrona. Y 3.- He aprendido la primera palabra en talago: «hola» se dice…»hola». Soy un fiera con los idiomas.

Ya que he visto el lago y el volcán Taal desde delante y desde dentro, me voy a verlo desde arriba, desde el Picnic Grove. La vista es espectacular, ni más, ni menos, pero ya está visto y tengo prisa para mí siguiente destino: el volcán Pinatubo. Palabras mayores. Su última erupción fue en 1.991. Eso es ayer para un volcán.

En bus, y los últimos 30 Km en otro sidecar tirado por una Onda 125, llegó a Santa Juliana, el pueblo más cercano al Pinatubo. En realidad, no es un pueblo, es un asentamiento de chozas y cabañas alrededor de una carretera en medio de la selva. Allí conviven 7.000 personas con bueyes, gallinas, ranas, gatos, perros, gansos… Hago noche en un campamento familiar básico pero muy agradable. Mañana, a las 6 a.m., desayuno y «parriba».

Primero hay 1 hora de marcha, con un 4×4 ruinoso, por un cañón entre montañas cortadas a cuchillo por siglos de erupciones y movimientos sísmicos que se convierte, sucesivamente, con todo lo que ha expulsado la montaña en sus petardeos, en camino de tierra, pedregal volcánico, río y lodazal. El cuerpo tenso y agarrado a donde puedes para no salir disparado con los golpes, saltos y sacudidas. Cómo subirse al potro, bisonte loco o como se llame esa atracción de feria. Todavía no ha empezado la ascensión y ya es una aventura.

Después, el cañón se va estrechando y tienes una marcha de más 4 horas, ida y vuelta, por senderos y cauces de riachuelos. Ha habido suerte y el día es «fresquito», alternando 30° y 100% de humedad con chaparrones de 15 minutos que te meten una somanta de agua como si te tiraras de cabeza bajo una cascada.

En la cima, vistas al cráter, otra obra de arte natural. Un lago de aguas que van cambiando de color según se nubla o sale el sol, enmarcado por un circo de montañas selváticas. Poco que decir. Sólo admirar, respirar hondo, sentir la paz del lugar.

Entre todo, son más de 6 horas intensas y estoy vapuleado y descuajeringado, pero doblo la apuesta del día. Me han dicho que, a poco más de media hora de Santa Juliana, hay uno de los 15 poblados de la etnia aeta que se resisten, con más pena que gloria,  a ser engullidos por la civilización. Un bocadillo y una Coca Cola y me voy a verlo. Ya descansaré cuando me muera.

La aldea está en la falda del Monte Telakawa, al otro lado del río que, ahora, no va crecido y, en su mayor parte, es un arenal hasta la época de lluvias que acaba de empezar. Donde hay corriente no supone tampoco gran problema si no té importa mojarte hasta las rodillas. Son una veintena de chozas donde se hacinan mas de 50 familias con su ganado y sus cultivos de autoabastecimiento. Una choza común en una especie de placita con una fuente accionada hidráulicamente y una iglesia/escuela, sin sacerdote ni maestro, completan el cuadro. Otro escalón más abajo de la pobreza. Sus habitantes son más negros que orientales y están contentísimos de que les vengan a ver por poco que pongas de tu parte.

No había visto algo así desde mi último viaje a Mali. Es apabullante. Cada día pienso que lo que veo es el colmo de lo misérrimo y cada nuevo día descubro algo peor. Sin escolarización, sin planificación familiar, sin presente ni futuro y con un pasado en extinción, esta gente desconoce el significado de la palabra esperanza. Eso sí, les enseñan que hay un Dios y una vida mejor pero, para llegar a ella, han de ser buenos… y morirse. No creo que tengan ni consciencia de que, fuera de ese infracolectivo, existe un progreso a años luz de su realidad. Les encanta que les hagas fotos con el móvil. Se tronchan de risa. Yo no.

Según parece, porque la desgracia siempre va con amigos, en esta zona hay mucha malaria y dengue. El hospital más cercano está a 30 kilómetros, un viaje transoceánico para esta gente. Si el río está crecido, un viaje imposible.

Otra jornada intensa. A dormir sin pensar mucho.




Filipinas (4) «La Cordillera» (2ª parte) El Monte Pulag. Bahala na.

El Monte Pulag, 2.922 metros, es la tercera montaña más alta de Filipinas. Dicen que, al amanecer, en la cima se puede ver uno de los fenómenos meteorológicos más bonitos que existen: el mar de nubes. A por ello.

«Bahala na» es la expresión tagala que mejor define el fatalismo optimista con que afrontan la vida los filipinos. Viene a significar entre «que sea lo que Dios quiera» y «es lo que hay». Una mezcla de » Don’t worry be happy», «Carpe diem» y «Akuna Matata».

Hay dos posibilidades de hacer la cima del Pulag: o bien por  Kabayan, en vertical, o por Ambangeg, senda sencilla y sin aspavientos naturales. Acordamos con Ryan que haremos la subida por Kabayan y la bajada por Ambangeg. Anda el tiempo revolucionado y me  esperan, según dicen, unas 8 horas de ascensión notablemente dura, riesgo de lluvias torrenciales y una noche en el campo base antes de atacar la cima al día siguiente y volver en 4 horas de paseo tranquilito.

Bahala na.

La mañana despierta soleada. Los pajaritos cantan, las nubes se levantan, etc, etc. La ascensión empieza con una subida rabiosa de media hora hasta la caseta de los Rangers. Está cerrada, así que no puedo registrar mi entrada. Mal empezamos. Luego, sigue una hora de bosque precioso y vistas magnificas, acercándome a la falda del Pulag, por las laderas y montes que le hacen de teloneros, hasta el  puente colgante que cruza un río y que marca el inicio de la ascensión de verdad. Tiramos 2 horas más por subida empinada a través de un sendero natural, más cauce que camino. Ya le miró a la cara a las montañas más altas de La Cordillera y, a la mayoría, por encima del hombro.

Un paréntesis. El trekking o senderismo, o como quieras llamarlo, no tiene mucho secreto. Aunque se escriban libros sobre eso, no tiene técnica. Cada uno se monta su película. Yo prefiero hacer de un golpe, más o menos, la mitad del recorrido y, sólo entonces, parar media horita a descansar, comer ligero y beber una coca cola por lo de dar energía al cuerpo. La segunda fase, la otra mitad de la jornada, también la parto en 2 con parada de 15 minutos. Trato de no dejar enfriar los músculos con paraditas inútiles de «Ay qué calor tengo!».

Yo diría que, para hacer montaña, le has de poner un 30% de aptitud física, otro 10% de actitud, es decir, que esto te guste y te haga ilusión, un 30% de entreno y, el resto, un 30% de control. Somos una especie de trinidad: cuerpo, mente y, llámale «yo», el que une a los otros 2 más una serie de cosas como intuición, instinto, educación, etc. El «yo» ha de controlar todo porque, si no es así, «cagada lorito». Ni uno ni otro, cuerpo y mente, están hechos para sufrir y la montaña, y supongo cualquier deporte, y cualquier reto en la vida, es sufrimiento, sacrificio y superación. En la montaña, constantemente, cuerpo y mente te envían mensajes de «no puedo más». Son mentira. Espejismos. Te has de montar trucos para superar malos momentos. Yo intento poner el piloto automático y buscar pensamientos, imágenes o recuerdos que me hagan salir de la fijación en el esfuerzo hacia escenarios agradables, siempre atento con el rabillo del ojo, claro. Es como trabajar con música.

Llegamos a un cubierto y hacemos la primera parada tras 3 horas y media. Comemos. Hemos entrado en la zona de niebla, ya no se ve un burro a 100 metros y empieza a llover. Por la pinta, esto no va a parar hasta arriba, así que ya me impermeabilizo todo yo en plan submarinista. No hemos encontrado a nadie hasta ahora. Mucha telaraña en el camino, así que hace tiempo que por aquí no pasan mas que cabras. Quedan, cálculo, 3 ó 4 horas más pero con lluvia, y eso handicapa.

Las 3 horas siguientes son una pura tortura. La subida es dura de picar piedra y llueve lo que no está escrito. Llueve a porrillo. Llueve a mares. Llueve a chorros. Cae agua a capazos, a montones, a cántaros. Parece que me he colado en la fiesta de inauguración de la temporada de lluvias en Filipinas. No he visto nunca llover tanto. Agua, más agua, mucha más agua, toda el agua del Mundo. Toda. Una barbaridad de agua. El sendero se convierte en arrollo y, en menos de media hora, me veo rodeado de riachuelos por todos lados. Agua encima, agua debajo, agua delante, a izquierda y derecha. La Naturaleza ejerce su magia y, en un truco genial de transformismo, me encuentro que, más que andar por un camino, trepo por una cascada. Me duelen los músculos de piernas y brazos, el agua traspasa 2 capas impermeables, se junta con mi sudor y cae por mis inglés y piernas. Botas y calcetines chorreando, mochila calada, camiseta, chaqueta, todo totalmente mojado dobla su peso y me apabulla.

A estas alturas ya no queda nada de bucólico y romántico en la montaña, en la puta montaña, ahora ya es todo padecer y todo queda a merced de tu capacidad de sufrimiento, de tu umbral de dolor y de tu serenidad y control. Si ahora bajas los brazos…ya nada depende de ti, en nada te ayudas y para nada sirves.

Trato de fijar la mente en algo que me distraiga, que haga pasar el tiempo mientras dura la pelea, algo, un hilo de pensamiento que me haga volar por encima de todo esto que me supera. Pero la cabeza parece que me va a estallar y el corazón me va a mil dándo porrazos en el pecho como si él también se quisiera ir y, entre una y el otro, no me dejan salir de la realidad. Es el mal de altura y el agotamiento. Tiene gracia, con la que está cayendo y yo me estoy deshidratando.

Por fin, de algún lugar de la mente viene la imagen de mi padre que me mira con desaprobación y me habla con dureza:

– «Què «noi», sempre igual no? Todo lo tienes que hacer a lo bestia, toda la vida nos darás sustos verdad? No piensas en nosotros. No me gusta, Nacho, no me gusta.»

– Ostras padre! Ahora no estoy para broncas joder! Eso no ayuda en nada.

También viene Ramón, mi hijo. ¡El que faltaba!

– «Padre, está vez el abuelo tiene razón. ¡Eres un cafre! ¡Estoy preocupado!»

– ¡Coño hijo! ¡Mira quién habla! Pues no tienes tu ideas de bombero! No eras ni mayor de edad y ya te metiste de cabeza en el fuego del Alt Empordà. ¿¡De dónde te crees que te sale eso!?

– «Padre el que te has metido en un lío ahora eres tú.»

– Yo soy feliz así, hijo. Con lo que me falta por vivir no me voy a poner a escribir mis memorias o a cuidar un huertecito. Todavía no me toca.

Veo que se ríe, y a mi padre también se le escapa una mueca que parece una sonrisa…

Estoy en casa, en Sa Riera, delante del fuego. Tortilla de espárragos, costillas de cordero a la brasa, una botella de vino…

Ryan me grita que falta poco, que ya llegamos al Campo Base. En 1 hora se acabó todo. Ya le tengo el pie en el cuello a la montaña.

Campo Base. Cerrado. No hay nadie. Sigue lloviendo. Casi todo lo que llevamos ha quedado inservible. Nos hemos guarecido en una cabaña de madera y paja. Estoy temblando de frío y agotamiento. Se han salvado del agua unos calcetines, camiseta y calzoncillo térmicos, un polar y unos guantes. Ryan también tiene algo de ropa de abrigo. Me quito todo y me pongo lo seco. En la choza hay unas esterillas, dos mantas y un chaquetón que olvidó quién sabe quién. Me enrollo en todo eso y entro en calor. Tengo una fiambrera con arroz y pollo. Con eso tiramos. Nos estiramos e intentamos dormir mientras la lluvia aporrea salvajemente los tablones de madera y la uralita que hacen de puerta. A los 2 minutos estoy dormido, y otro minuto después me despierta un calambre en la pierna derecha. Me espera una noche larga entre escalofríos y más calambres. Ya estoy seco, pero tengo frío y los músculos secos como la mojama.

Y pasa la noche. Parece mentira, pero ya es otro día y sale el sol. En 1 hora estamos en la cima y, delante, el mar de nubes. Me siento…difícil de explicar. Lleno. Y muy cansado.

Después de una ducha caliente, una buena cena y 8 horas de sueño confortable en el hostal, escribir esto me hace revivirlo, se me pone un nudo en el cuello y me dan ganas de llorar. No se si de alivio, de nervios pasados o de satisfacción. Quizás de todo eso… y más. La vida es un momento.




Filipinas (3) «La Cordillera» (1ª parte) Momias y «peleas».

La Cordillera es una cadena montañosa ubicada al norte de la isla de Luzón y alejada del turismo occidental. Las comunicaciones son difíciles, la meteorología muy variable, y el occidental sólo valora la noche de Manila y las playas y arrecifes de las islas. La Cordillera es remota y complicada en muchos sentidos pero, desde luego, aquí es donde está la aventura.

Cinco horas de bus y llego a Bagio, la ciudad de colores. Es, más o menos, la capital de La Cordillera y esto ya es otra cosa. También es una zona pobre, desde luego, pero aquí hay trabajo y negocio. Más que brotes verdes, casi todo un prado incipiente. Aquí hay rendijas por donde entra el sol y la claridad. Fantástica la colina de casas de colores de Estobosa en Trinidad y una gozada para los sentidos el mercado municipal.

De ahí, más horas y horas de bus para llegar a Kabayan, primera parada seria en el interior de La Cordillera. El viaje, por una carretera sinuosa y mareante que serpentea por estas montañas selváticas, ya promete sensaciones fuertes. Aquí hay tantas cosas que ver y hacer que me siento como un cormarán en una reserva píscícola. Tantas posibilidades me paralizan.

El pueblo en sí es una veintena de casas y locales sin más historia que forman el núcleo principal. Un centenar más de cabañas, casuchas y barracas diseminadas por la montaña completan el panorama. Hay un solo Lodge con 7 u 8 habitaciones, totalmente vacío, y una retahíla de casas de comidas y colmados.

De entrada, a un paseo del centro, está la Opdas Caves, una cueva de piedra donde la gente del pueblo guarda las calaveras y huesos de sus muertos. Inquietante.

Para estos días he contratado un guía para conocer la zona, Ryan Baldino. Tiene 35 años, casado y con 3 hijos, y es de los guías que a mí me gustan. Curioso con lo occidental pero orgulloso de su pueblo, respetuoso y agradable. A los que no soporto es a los guías chulapones, chistosos y charlatanes. A esos, dejó claro desde el principio mi natural simpatía y sociabilidad de gorila viejo y nada de confraternización. Cada uno a lo suyo.

Al día siguiente, Ryan me lleva a una travesía de 8 horas por los valles, pueblecitos y montañas de la zona. Casi en la cima del monte Pongosan parece ser que hay otras cuevas naturales que no sólo guardan calaveras y osario sino que conservan momias completas. Y allí nos vamos.

Tras una buena marcha de subida nos plantamos en una de esas cuevas y el tema resulta de lo más… Se han perdido las llaves de la verja de hierro que protege la entrada y Ryan rompe el candado con una piedra. Dá un no se qué pensar que puedes estar violando un descanso eterno. La cueva es un agujero en la roca donde cabes solo de cuclillas y Ryan abre los féretros de madera. Las momias están en posición fetal y, realmente, son espeluznantes. Cuatro fotos, por lo de no parecer gallina, pero las ganas de salir de allí me empujan el culo de forma casi física y textual. ¡Malditas pelis de miedo! Desde luego es una experiencia, pero no sè decir si buena o mala. La posición encogida, las cadavéricas expresiones entre el alarido y el pavor, los huesos semidescarnados…gracia no hacen. Dan medio miedo más bien. Aletea la sensación de estar donde no debes en espacio-tiempo, de pecado de morbosidad y sacrilegio o algo asi, de escena con algo que no encaja, de estar tentando un orden cósmico.

Yo nací un 2 de Noviembre, el Día de Difuntos, y en mi familia se dice que no sonreí hasta los 5 años. Por si esa carga fuera poca, además, a saber por qué, soy coleccionista de máscaras, la mayoría de las cuales invocan espíritus y ánimas. Dicen que no soy un tipo risueño y que, sin llegar a cara de enterrador, tampoco se puede decir que tenga pinta de saleroso. Es cierto, mi expresión facial tira más a Pedro Navaja que al oso Yogui. Como la gente es muy envidiosa, guardo para dentro mi felicidad sin hacer ningún alarde y, en todo caso, con 4 ó 5 risas a la semana ya me vale para evacuar los excesos de alegría que pueda haber acumulado. Con semejante currículum, espero se me excuse una cierta aversión/atracción por los muertos y, ahí, delante mío, en los morros, tenía lo que es, quizás, la mayor expresión de la muerte: un par de momias de cientos de años de antigüedad. No en un museo, trás una vitrina, ni en una foto, ni en un documental, si no, permítaseme la expresión, «en vivo y en directo».

La muerte me impresiona. Me resulta algo tremendo, inasumible en toda su inmensidad de mutis final.

Pasando hoja con cierta prisa, el domingo me dicen que, en Timbac, un pueblo en la cima del monte del mismo nombre, a 2.500 metros sobre el nivel del mar, hoy organizan peleas de gallos. Habrá que verlo. Como dicen los filipinos, «abante».

Me monto en el techo de un camión de reparto de mercancías y enfilamos una carretera con pedruscos imponentes que quedan ahí tras los corrimientos de tierra que son el pan nuestro de cada día por esos lares. Máximo, si las piedras no dejan pasar los camiones, la gente las apuntala con maderos y aquí paz y después gloria. En el camion me agarro como si me fuera la vida porque me va la vida. Si alguien cae, no va a parar al suelo, sino a precipicios de muerte más que segura.

El «pueblo» son 4 barracas contadas rodeadas de terrazas colgantes de cultivos de todo tipo. Arriba de todo, un tenderete con 2 mini ruedos para las peleas de gallos. Asisto a 1, más ni puedo ni quiero. Los espectadores, menos gritones pero igual de entusiastas que los del boxeo, el toreo y demás espectáculos del tipo sangre e hígado, hacen sus apuestas. Los propietarios de los gallos los azuzan y ellos se lanzan a la cabeza del adversario dándose picotazos y desgarrándose la piel. Vuelan las plumas y la sangre salpica la arena. De vez en cuando los separan, les limpian las heridas y los vuelven a azuzar. Los gallos arremeten con fiereza hasta que uno de ellos cae agotado y peor herido. No pregunto, no comento, no hablo. Dicen que las peleas de gallos fueron introducidas en Filipinas por los españoles. No sé, esto de la Historia es muy complicado.

Otra vez al techo del camión y de vuelta al campamento. ¡Vaya días! Mañana subo el Monte Pulag. Dicen que viene mal tiempo. Fácil no va a ser.

 




Filipinas (y 6) Port Barton. La paradoja.

La gente que viaja a la isla de  Palawan se dirige, en su mayor parte, a El Nido. Allí están las mejores instalaciones y servicios turísticos. Naturalmente, yo cojo la dirección contraria y tiro anclas en Port Barton, un lugar precioso, una cala de unos 2 km con todo lo que cabe esperar de una playa exótica y paradisíaca: cocoteros, barecitos, islas solitarias a un tiro de piedra, mar azul y tranquilo… Me recibe un atardecer de película.

A estos sitios siempre es mejor no venir solo, si no con el amor puesto, pero si no lo hay, con recordar o imaginar, enseguida el corazón arranca suave: run, run…

Paso aquí 5 magníficos días de relax puro y duro. Un continuo sufrimiento…

El primer día, me pillo una canoa filipina con un grupo de 5 chicos y chicas franceses muy majos y 2 tripulantes. Gafas y tubo. Nos llevan a 4 ò 5 puntos de snorkel escojidos y paso toda una gozada de día. Arrecifes con posidonia, esponjas, anemonas, estrellas de mar, mejillones, ostras, erizos, borgonias, peces y coral para alucinar. Todo un acuario natural a un par de metros de profundidad. Colores malvas, pistachos, fucsias…formas de cornamentas, setas gigantes, chimeneas, cerebros, flautas…Un mundo fantástico de una riqueza espectacular. Y despues, a comer y tomar el sol en una isla de documental. Todo el día hasta el atardecer en el paraíso.

En seguida me doy cuenta de la paradoja: riqueza. Bajo el mar, los ricos son ellos y nosotros sufrimos la miseria. Ellos tienen todo lo que nosotros nos hemos pulido salvajemente en una generacion. Nosotros somos el Tercer Mundo. Con todo nuestro poder adquisitivo, hemos ido poniendo la mierda bajo la alfombra y no tenemos más que dinero.

Me caliento. Me cabrea tanto irresponsable, tanto canalla y tanto tonto del bote. Me preguntó cuando, de una puñetera vez, nos enteraremos de lo que nos están haciendo y exijiremos a la purria que nos gobierna, al poder político y economico, un cambio revolucionario, beligerante y radical. Leyes contra la lacra de la asquerosa corrupciòn, el urbanismo salvaje e insostenible y la dilapidación ecológica. Nuestro sistema está ya agotado, muerto sin remedio. Uña negra. Para cuándo tendremos gente valiente e inteligente que establezca moratorias, prohibiciones, confiscaciones, sanciones y penas de meter en la cárcel y tirar la llave a tanto personaje y personajillo que insiste en destrozar nuestro patrimonio natural y el de nuestros hijos? Aunque no sea por decencia y dignidad, aunque solo sea por interés, porque ya es obvio que no podemos seguir compitiendo turísticamente con países como Filipinas o Indonesia y otros muchos. Nos jugamos el pan.

Y, de paso, a ver cuándo se reeducarán las bandadas de indecentes estúpidos que, para distraer al nene llorón o a si mismos, entran en la naturaleza como Pedro por su casa tocando las pelotas a pulpos, estrellas de mar, o pescando ilegalmente, o dando vueltas como poseídos con una moto de agua, o aleteando como ballenatos encima de tesoros naturales a los que deberían entrar con mas respeto que a lugares santos. De esos tipejos también los hay a calderadas.

Es una verdadera paradoja. Aquí, esta pobre gente, esta gente pobre, tiene una vida submarina magnífica, montañas increíbles, islas y playas vírgenes…y, encima, son felices los muy locos! La gente aquí vive sin lujo alguno. Lo justo y necesario. Con poco, a está gente le dà para llevar todo el dia pegada una sonrisa en la cara. Y nosotros con esos pelos.

No hay lugar para tanto sinvergüenza y tanta injusticia còsmica. Todo esto nos pasará factura. El Mundo no se va a acabar. Nuestra sociedad occidental consume y acumula lo que no necesita, es irrespetuosa con su habitat y esa mierda de debajo la alfombra la devorará. Al tiempo. Aunque muchos no se den cuenta, nuestro sistema de vida es, ya ahora, simple piel muerta.

Al día siguiente toca caminar. Una cascada solitaria y espectacular con una piscina natural para bañarse fresquito y tranquilo, una playa blanca con aguas templadas  para sentirte Robinson, aldeas de chozas en extensiones inmensas de cocoteros y árboles frutales, gentes abiertas, sin dobleces ni grandes ambiciones, sencillos y libres…sol, atardecer, paz…

Y así 5 días increíbles con el único problema de còmo ponerme protección solar en la espalda. Un hartón de sufrir, todo el día con chanclas y pantalón corto. Vine «vuelta y vuelta» y ya estoy, màs que bien hecho, requemado. Parezco  un ingles despues de 10 horas en una playa de la Costa Brava.

Eso sí, tengo que reconocer que, aquí, acechan a veces, sobre todo al atardecer, algunas nostalgias y añoranzas. Se me tiran al cuello y me dejan una especie de sensación de soledad lánguida y perturbadora. El mar, la playa, la belleza de este lugar les ayudan a meterseme dentro y yo me rindo facilmente porque ya duelen sin saña, más bien son recuerdos bonitos a los que ya no tengo miedo.

Cumplidos mis deberes viajeros en Filipinas, de aquí no me sacan ni con bisturí hasta que salga mi avión a Hanoi. Aquí estoy en el Séptimo Cielo. No conoceré El Nido. Al turista lo que es del turista y al viajero lo que es del viajero. El Nido no es para mí, yo esas cosas ya las huelo y con un par de comentarios me hago una radiografía de los lugares. Palawan para mí será Port Barton. Aquí nos vamos juntando viajeros, intercambiando experiencias. Si se tercia, hacemos una parte de ruta juntos, o cenamos, o tomamos una copa, sin ninguna obligación. Y si nos cansamos, tomamos el sendero contrario o nos tiramos al mar y «hasta la próxima». Lo de las copas lo llevo mal. Ayer me tomé un Margarita y me he despertado con resaca. Estoy de un sano que doy asco.

Me va fenomenal un descanso. Estoy recuperando peso y hasta me voy afeitar. Me apetece verme la cara. En la pensión se está muy agradable, con una habitación con baño sencilla y barata y con un jardín que hace de zona común.

Ahora llueve en Port Barton. Me tomo un vino chileno de despedida en un chiringuito de la playa y sigo camino… en busca de nada y de todo. Próximo destino, Vietnam.