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Alemania (y 4) La Selva Negra (y 2). De Freiburg a Gengenbach y SchauInsland.

Hoy me ha despertado un sueño muy, muy real. Estaba en un museo, sentado en el banco de madera de una sala vacía, con las manos en el regazo, mirando un cuadro: «El caminante sobre el mar de nubes» de Friedrich. Sonaba la canción «Like a Rolling Stone» de Bob Dylan o por lo menos, la letra sonaba en mi interior.

How does it feel?
How does it feel
To be without a home
With no direction home?
Like a complete unknown?
Like a rolling stone?

Entonces veía que entraba en la sala una mujer, con un abrigo de esos de lana hasta los pies, no se si marrón o negro, miraba primero el cuadro y después a mí, y me sonreía. Cuando yo volvía a mirar al cuadro ya no estaba allí  y la escena había cambiado. Yo estaba en la terraza de mi casa, al atardecer, mirando el mar y sintiendo el viento de Levante en mi cara. El escalofrío me ha despertado.

¿A que os habéis quedado petaos con el titulo de este post? ¡»Gengenbach» y «SchauInsland» ! Si señor. ¡Carai con el alemán!

Me admiran los emigrantes que, desde toda la geografía de la Europa pobre, salen de sus casas y dejan a sus familias para ganarse la vida como piezas de la mano de obra, cualificada o no, que la maquinaria alemana necesita para continuar su frenética actividad.

En el hostel hay varios que pasan algunos días, recién llegados, mientras consiguen un piso de alquiler compartido.

Los ves abrigados, sencillos, agrupados por nacionalidades con sus compañeros de vicisitudes tomando café en las esquinas. Salieron de sus pueblos con una mano delante y otra detrás, sin saber ni una palabra de alemán y se desgastan aquí buscándose la vida como pueden por un plato caliente y unos euros que enviar a sus familias. Me admiran. Y todo porque políticos de mierda no saben hacer funcionar con un mínimo de eficacia sus países de origen, que es para lo que cobran sus buenos sueldos. Esos, los políticos, sí trabajan en oficinas cómodas y cada noche vuelven a casa con sus familias y amigos. Hay algo muy podrido en el sistema

Quería hoy subir a Schauinsland, la colina en cuya falda ha nacido y crecido Freiburg, pero hace un día horrible. Lluvia y mucho frio. Cambio de planes y me subo otra vez al tren para, camino de Baden-Baden, conocer el pueblo de Gengenbach, todo él un escenario de cuento, con la Markplatz como centro neurálgico, un Ayuntamiento barroco, flores, fuentes y las típicas calzadas de piedra y casas de la Baviera mediaval. En el tren se está calentito, al igual que en el restaurante donde como una sopa de cebolla, pero fuera el frio es de helarse la moquilla y el paseo de hace duro. Al final me pilla un chaparrón de aquí te espero. Me las piro.

Sigue el tiempo frio, pero hoy sí, hoy me subo a un tranvía y me voy a  Schauisland a las afueras de la ciudad. Solo el viaje en tranvía ya vale la pena. No subía en uno de esos desde mi más tierna infancia.

Subo los primeros 5 km por un empinado camino entre el bosque oscuro y, justo cuando empieza a llover, llegó a un primer claro en lo alto de una colina, con unas mesas y bancos de madera como para hacer pícnic, y una cabaña, también toda de madera fuerte y gruesa, donde paro a resguardarme del chaparrón. Hace frio, ¡jolines! Poco más arriba ya está nevado. Me como medio panecillo de pan negro y un embutido que compré en Titisee y disfruto del silencio sòlo roto por las gotas de lluvia sobre el techo. No hay absolutamente nadie. Solo inmenso bosque y montañas. Se me están helando las manos por escribir. Me pongo los guantes.

Oigo cantar a las golondrinas. Buena señal. Parece que está aclarando y sigo camino pero, está vez, el satélite me la pega. Doy vueltas sobre la misma zona y no encuentro el sendero a la cima. Llego, primero, a algo así como una aldea ya en el valle y, después, a un pueblo del área metropolitana, a 8 km de la ciudad. Entró en Freiburg por un barrio que desconocía. Me encanta perderme. Mañana no sale mi bus hasta las 11’30 de la noche, así que lo volveré a intentar. Hoy gana la montaña. Mañana, partido de vuelta.

Me despierto arrastrado. Después de desayunar salgo a fumar un cigarrillo y me mareo. No sé si me falta aire en el cerebro, si estoy débil o si me ronda alguna fiebre. Tengo el estómago revuelto. Quizás es el agua del grifo, o simplemente los cambios.

Vuelvo a coger el tranvía y me dirijo otra vez a Schauisland. El error de ayer fue que, tras el tranvía había que coger un bus hasta el inicio del sendero en la Talstation. Me pierdo otras 3 ò 4  veces y, cuando me reencuentro,, al cabo de un rato el satélite se vuelve majara. Es curiosisimo. Pero yo, tozudo, sigo. Los últimos 500 metros se vuelven esforzados y aventureros. El camino está nevado. Un par de momentos flaqueo y pienso en girar cola pero estoy demasiado cerca, no puedo rajarme ahora… Por fin llegó arriba. Cima a las 13 horas. Solo son 7 km pero ocupan 3 horas. Bonito camino y bonitas vistas. Bajo de vuelta en el telesférico.

Tengo bastante caminar por hoy y me muero de hambre. Comida en Fraiburg, en el restaurante Tacheles que se ha convertido un poco en mi centro de operaciones. Es el único lugar con wifi que he encontrado en la ciudad y las snitzels son su especialidad, aunque tienen también sopas, ensaladas, asados alemanes y postres buenísimos. Hoy toca un «Ochsenfleish mit Meerrettich und Boulliongemúse». Te lo juro: eso existe. No me invento el nombre. Es un asado de carne con…patatas, obviamente. Una delicia.

Preparado ya para pasar a Francia, última parada, último pais, antes de llegar a casa.




Alemania (3) La Selva Negra (1). Fraiburg: Cuartel General. Schluchsee y Titisee.

De Munich a Freiburg son 5 horas de autobús. El día es gris, frio y lluvioso. Buen día para viajar. Tengo muchas ganas de conocer la Selva Negra. Se van sucediendo los bosques de abetos envueltos en bruma y los pueblecitos bávaros, todo pintado con una capa de nieve ya adquiriendo inconsistencia primaveral.

Freiburg és una encantadora ciudad de apenas 200.000 habitantes con calzadas empedradas, edificios y torres medievales con campanarios coronados por enormes relojes y casas con entramado de madera visto. Invita a deambular sin mapa ni rumbo buscando rincones, escenas y expresiones, como a mí me gusta. Unos almendros en flor, excelentes músicos callejeros, bicicletas por doquier, la plaza de la catedral con un mercado de delicias visuales y aromáticas que tientan sin posibilidad de resistencia…

Es, sin duda, una ciudad especial, universitaria, pausada y atemporal. Es considerada una pionera en conciencia medioambiental y tiene un clarísimo aire hippy, intelectual, literario y musical. La gente también es especial, mucho más abierta y comunicativa que el alemán genérico.

Además, he ido a parar a un curioso alojamiento con salas enormes, sin puertas, con olores limpios y naturales y un silencio de claustro. No tienen wifi. En realidad en la ciudad hay muy pocos locales con wifi. Dicen que es porque consideran que la gente va a los locales a hablar y comunicarse entre sí, no ha conectarse con el más allá. Gente rara, ya te digo..

La descompresión viajera por Europa antes de llegar a casa va tomando la forma de las pequeñas habitualidades, como comprar mi colonia de toda la vida o mi tabaco de siempre. Tenía una compañera que cuando el viaje duraba más de un mes decía: “Tengo ganas de vestirme de mujer”. Yo tenía ganas de oler a mi. Sí, ese ha sido un primer paso de descompresión.

En viaje llevar colonia es una molestia y, desde luego, no me puedo llevar un alijo de tabaco para un año en la mochila. Mi próximo paso debería ser un bocadillo de jamón con un vino tinto.

En el hostel, hablando de viajes con un chaval argentino me decía que, cuándo viajas mucho, “hay que saber parar”. Es muy cierto. Creo que no se puede, o no se debe viajar siempre, hay que salir a respirar a la “superficie”. Lo he dicho otras veces: la vida nómada es una atmósfera distinta. Estar constantemente expuesto a ese hábitat, que no es el tuyo original, no es bueno para la integridad mental. No puedo concretar mucho más, pero lo veo y lo siento en mi y en los demás viajeros que encuentro en el camino. Una larga exposición a estas condiciones de vida es perjudicial para la salud, como lo es vivir mucho tiempo en una estación submarina o en una nave interplanetaria.

Quizás la adaptabilidad que desarrollas viviendo habitualmente lo extra ordinario desarraiga y desapega en profundidad  y castra posibilidades de pertenencia a nada ni nadie. Quizás un largo viaje en solitario te mete en ti mismo hasta zonas demasiado oscuras y solitarias donde es fácil perderse y difícil que nadie te pueda encontrar. Quizás es la borrachera, la sobredosis de vida que te lleva a un constante jet lag vivencial de efectos perturbadores. No sé exactamente y tampoco lo captó con concreción, pero es como el.movimiento de las agujas del reloj que no ves, instante a instante, pero que está y se visualiza con el transcurrir del tiempo.

En el mercado compro una botella de vino Spätburgunder, un bocadillo de Langue Rote, una macro-salchicha deliciosa, y una käsekuchen individual. Me lo llevo todo al hostel y hago una ópera wagneriana de comida. Levito.

Al principio me sentí muy raro aquí. En la ciudad y en el alojamiento. Ahora ya estoy adaptado y he decidido quedarme unos días. Freiburg se me antoja como una Florencia alemana y en la zona hay muchísimas cosas que ver y hacer. Monto cuartel general y, desde Freiburg, conoceré la Selva Negra en excursiones de un día de acá para allá.

Después de comer paseo por el Karl-Hausch-Weg. La ciudad está integradidismamente encajonada en la Naturaleza, entre bosques, la montaña y el entramado de ríos, riachuelos y arroyos que bajan de allí y rasgan a trazos la ciudad. Después vuelvo al centro. Es sábado de carnaval y orquestas y disfraces  toman la ciudad. Corre la cerveza.

Me organizo una excursión de domingo a los lagos de la Selva Negra, Schluchsee y Tirisee, a 1 hora en tren desde Freiburg. Vamos a caminar un poquito. El día hoy es fresco pero claro. Ya ha salido el sol.

Por la ventanilla del tren van pasando los bosques oscuros, túneles y pequeñas estaciones, todo todavía tozudamente nevado y en color sepia. Las estaciones de los pueblos tienen un algo viajero que me encandila. Tienen ecos de despedidas y de bienvenidas, de principios temerosos y de finales sin remedio, de miradas al futuro y de abandonos de pasado, de ilusiones y melancolías, de amplias sonrisas y hondas tristezas. En cualquier estación del año un viaje en tren es siempre, para mí, romántico, lánguido y aventurero. Me encanta en el más literal de los sentidos.

Llego a Schluchsee con la mañana bien despierta y paseo por la orilla del lago todavía en buena parte helado. Hace frió pero el paisaje es magnífico y lo estoy pasando bien. Llegó hasta la estación de Aha, un descanso y vuelvo a subirme al tren hasta Feldberg donde vuelvo a bajar y camino por un sendero en el bosque, a veces nevado y otras helado, hasta Titisee.

Y en Titisee me espera un sorpresa. Me encuentro en medio de una fantástica rúa de carnaval musical y enmascarado. Brujas, elfos y demonios desfilan, bailan y beben al son de las orquestas que les acompañan en un aquelarre festivo al que se le notan mimadas y autenticas  raíces legendarias y mitológicas. Magníficos disfraces y máscaras y ambiente de fiesta importante. Todo el pueblo participa orgulloso. Es su día y yo he tenido la suerte de pasar por aquí en el momento adecuado. Otra perla en mi viaje.

Ha sido, otra vez, un domingo inolvidable, como muchos días de este viaje, aunque me temo que algunos de esos momentos preciosos caerán desbordándose de mi memoria. El tiempo castiga con olvidos imperdonables. Veremos.

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Alemania (2) Munich. El presente. Descompresión.

No me gusta llegar a casa directamente después de un viaje largo. Prefiero aterrizar en cualquier lugar de Europa y hacer unos días de descompresión. Las sensaciones acumuladas en viajes como el mío requieren un poco de pausa, un poco de adaptación. Presentarte en tu hogar y con tu gente, de golpe y sin anestesia, desde lo más profundo de la vida nómada en mundos antipodianos con atmósferas tan variopintas puede resultar…complicadillo. Hay que ir poquito a poquito. Paso a paso…

Voy acercándome a casa. Sinceramente, ya tengo la mente más puesta en volver que en seguir viajando, pero por ahora, estoy en Alemania. En Munich, lo primero que he hecho es agarrar un constipado de 9 milímetros parabelum. Y eso que luce un sol bueno y casi ya no hay nieve pero claro, yo vengo del trópico australiano y una diferencia de casi 30° la hay. Aquí de máxima estamos por los 12° y, de mínima, pillamos los 0°.

Preparado para dar el primer salto en Europa. Da pereza con este frío. En el hostel me pongo hasta el moño de un desayuno pantagruelíco incluido en el precio de la habitación y me voy a Marianplatz, el centro de Munich. Empiezo el viaje por Alemania. Alas y Viento.

Veo Munich en uno de mis maratones urbanos de jornada completa. Es una ciudad con personalidad muy alemana: sería, adusta y con cierta tendencia a la exageración  y el recargo. De Marienplatz, Frauenkirche, San Pedro y los Ayuntamientos paso a Maximilianstrasse y el paseo del rio Isar donde las parejas cojidas de la mano casi te reconcilian con el amor por más descreído que seas. De  allí a Konigsplatz, los enormes jardines ingleses de sur a norte y de norte a sur, la ópera y el delicioso Virtualienmarkt, con sus paradas de productos artesanales que te hacen salivar a pleno rendimiento. Allí, los alemanes llenan las terrazas y los buches con enormes jarras de cerveza y copas de Riesling en una perpetua Octoberfest.

En Munich a veces parece que estás en un pueblo tirolés y  otras en la grandiosa y fría Moscú. Mi suerte con el tiempo me es fiel y luce el sol. Al atardecer, ya cerca  del hostel, paseo por el río donde patos y ocas toman sus últimos rayos de sol y se asean. A partir de las 5/5,30 p.m. la temperatura empieza a bajar en picado y mis fuerzas también, así que me retiro a mis aposentos. Todo eso se dice rápido pero son 8 buenas horas de caminar y caminar.

Mi cuerpo ya no da más de sí. Mas de 10 meses de viaje desgastan. Los pies cada mañana tardan 2 horas en despertar y desentumecerse y cada noche no dejan de llorar hasta que me meto en cama. Un tormento. Mi hombro està para el desguace y acciones tan simples como ponerme el polar o recogerme el pelo son un sufrimiento de ver las estrellas.

Hoy va a ser un día tranquilo de recuperación. Me voy a la Estación Central para comprar un billete de tren a Neuechwanstain para mañana. Voy a pie para ir conociendo barrios al azar, paso por un montón de iglesias monumentales y acabo en la impresionante Karlsplatz y los bulevares que llevan a Marienplatz. También hago la vuelta al hostel paseando tranquilito a pie y voy a parar otra vez a las veredas del rio.

Al cruzar un puente me llama la atención que aquí también existe la costumbre de que las parejas pongan candados, algunos hasta con forma de corazón, los cierren y tiren la llave al río en señal de… unión eterna, supongo. Empezó el asunto no recuerdo que ciudad, creo que Florencia, y parece que la moda ha corrido como el fuego porque en casi cada ciudad con río me encuentro un puente igual. Esto… Bueno… Voy a abstenerme de comentar el asunto porque se me llenaría la boca de cinismo del malo y podría herir gravemente tiernas sensibilidades enamoradas. Sólo decir que… No! He dicho que no diría nada. Pero… Vale, vale. Nada, no digo nada.

Hoy solo han sido cuatro horitas de caminar pero, por la noche, vuelven los “quejios” de mis pies. Ya no tienen más soluciòn que un descanso absoluto de 15 días en cuanto llegue a casa. Investigaré remedios de la abuela tipo baños, cremitas o algo así. Habrá que mimarlos si quiero que me sigan en próximos viajes. Si me dejan plantado, nunca mejor dicho, se acabaron mis peripecias.

Voy pasadísimo de presupuesto. Demasiada actividad. La parte que, por ello, se carga el grueso de los recortes es la culinaria, obviamente. Poco restaurante toco yo. Desayuno a todo tren, un bocadillo al mediodía y, por la noche, el bufete del hostel, barato y exageradamente completo con profusión de patata, con todas las formas y colores en sopa, ensalada y acompañamientos del plato principal.

El ultimo día en Munich lo paso en Neuechwanstein. Me encanta viajar en tren. Paisaje rural bávaro, nieve en toda su blancura, los Alpes… Neuschwanstein no ha cambiado nada en 40 años, así que supongo que yo tampoco. Sigue siendo el mismo castillo de cuento de hadas, príncipes y princesas y yo, por tanto, el mismo potro joven cargado de sueños y proyectos y con toda la vida por delante para hacerlos realidad. Sí.

La excursión resulta agradable. Otra vez un  precioso día soleado, bonitos castillos (Neuchwainstein y su hermano pequeño de nombre igualmente rebuscado, Hohenschwangou), y unos magníficos senderos con vistas al lago helado y los Alpes, aunque ahí no me prodigo. Están más helados que nevados y no apetece arriesgarse a un mal resbalón.

Mientras tomo un vino, una parte importante de los inicios de mi vida pasa por mi mente como una película en color de mala calidad. Y, con la película, se disparan las preguntas vitales sin respuesta posible: ¿Qué hubiera sido de cada uno de nosotros si la vida no diera vueltas y golpes de timón? ¿Donde está escrito o quién o qué se encarga de decidir vientos, accidentes y avatares? ¿Cuáles son los éxitos y cuáles los fracasos? Quien sabe…

Sigo bajando hacia el Sur.

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Alemania (1) Regreso al pasado. Baviera.

La vida nómada me lleva a que, cada vez que llego a un lugar, ya me estoy yendo. Parece que no tenga haz y envés. Sin cara ni cruz, es difícil apostar por mi. A veces me veo como un mutante con dos frentespaldas, una delante y otra detrás, con el superpoder de que nadie nunca sabe si voy o vengo. Ni yo tampoco.

Tres aviones, 4 aeropuertos, largas esperas. Ya en Múnich. En viaje hay muchas horas de espera. Esperar es quizás el trabajo mas duro del viajero.

Estaba pensando, no sé porque, quizás por aburrimiento, cuales eran las palabras más repetidas por extranjeros en los diferentes idiomas. Se me ocurre que en inglés, hay muchas, pero quizás «Ok», es la más usada. En italiano es «ciao», en francés «Ohlalà», que creo que hasta es discutible que exista. En español, quizás «mosquito», en japones «arigato», en chino nada porque nadie sabe una palabra de chino. En holandés «tot ziens», en ruso «spasiva», etc, etc . En alemán, no sé si gana «kaput» o «kartoffel». Ya ves què cosas de pensar. Filosofía pura.

El viaje ha sido machacón, claro, y la compañía aérea, aprovechando los cambios horarios, se lo ha montado para no darme más que una comida algo consistente en 30 horas así que, aunque ahora son las 4 de la tarde, hora alemana, vengo muerto de hambre y me paro en un restaurante que tiene un menú barato. Me como una sopita de no se qué, que me sienta de miedo, y una “cordón bleu” con ensalada… de patata. Es bien sabido que si los alemanes hacen una comida sin poner patatas y col por todos lados tienen un ataque epiléptico o, como mínimo, una reacción alérgica de pronóstico reservado. En especial, la kartoffelsalat y los roti de patatas están en todos lo menús. Sí, quizás «kartoffel» gana a «kaput». Y, ahora que pienso, «frankfurt» les sigue de cerca.

Cuando era muy, muy joven, tuve muchos años una novia alemana. Con ella fui varias veces a su país y, una vez, fui solo a casa de su familia durante un mes para aprender alemán. Se ocupaban de mi su hermano adolescente, que me daba clases del idioma, y una amiga, empleada de sus padres con la que, de vez en cuando, íbamos de excursión por los alrededores. También sus padres y los amigos de la familia me llevaban en coche a conocer Alemania los fines de semana.

Así conocí Frankfurt, Stuttgart, el castillo de Neuechwanstein y algunos otros parajes teutones. También conseguí, no dominar, pero si chapurrear el alemán lo suficiente para entenderme con ellos con relativa facilidad. Hablar el alemán bien es muy complicado pero, para hablarlo en plan básico, con 1.000 palabras de vocabulario y un par de normas de tiempos verbales vas que chutas. Y yo no soy ningún flecha para los idiomas.

Aquello acabó de forma bastante traumática. Un día, mi novia fue a pasar un par de semanas a la casa de vacaciones de una amiga. En la despedida, lo típico cuando eres jovencito: “Te quiero, te amo, te compro un gamo”, “Te adoro, te compro un loro”, “Te quiero mucho, como la trucha al trucho”. En la estación de tren, lágrimas de añoranza adelantada.

Corrían los años 80 e Italia había ganado el Mundial del 82 que se celebró en España. A partir de esa efemérides, una horda de turistas italianos jóvenes cruzó los Pirineos y arrasó la piel de toro. Fue una invasión en toda regla. Eran simpáticos y guapos y pasó lo que pasó. En aquellas vacaciones ella conoció a uno de esos italianos y ya no volvió. Punto y final. Ciao. Adiós. Auf wiedersehen. En realidad ni siquiera se despidió. Mi entonces tierno corazoncito se llevó un mamporro considerable y mi soberbia de macho joven postadolescente un buen revolcón. La forja de la vida se había puesto ya a pleno rendimiento y empezaba a cincelarme a guantazos.

De aquella época recuerdo el olor y el sabor de los pasteles que impregnaban las casas. Los alemanes, las alemanas mejor dicho, saben crear hogar. La sacher torte, el apfelsestrudel, la käsekuhe, la konig y la marmorkuchen… todavía se me hace la boca agua de recordarlo. La hora del café era mi preferida.

También recuerdo la seriedad casi militar de los alemanes salvo en el día de la semana que salen a beber, día, o noche más bien, que agarran unos pedales de cerveza de agárrate y no te menees. Normalmente siempre vuelven a hombros.

Y una tercera cosa que recuerdo es el frío del carajo que siempre hace en ese país. Por la mañana siempre habían carámbanos en el tejado de la casa y las calles resbalaban como pistas de hielo. Mi organismo mediterráneo eso lo llevaba mal.

Llego a Múnich y me recibe, ya en el aeropuerto, el mismo olor a pastelería, la misma seriedad en las caras y, sobre todo, el mismo frío, del mismo carajo, del mismo país. A ver qué me depara el presente.

Después de comer/cenar me voy al hostel directo y ya no salgo. Estoy echo polvo.

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