Castilla y León. Zamora. Rememorando.
De nuevo en viaje. ¡¡¡Me encanta!!!
Esta vez «toca» Zamora. De alguna manera, este post enlaza con «Portugal (y 3) Un fin de viaje alucinante. La frontera y 1.000 km más» porque la última vez que estuve en Zamora fue el 16 de marzo del 2.020, justo llegando de la segunda etapa de mi Vuelta al Mundo que acababa en Portugal. Las fronteras se habían cerrado el día anterior, por la crisis del coronavirus, con la declaración del «Estado de alarma» y yo pasé a pie de Portugal a Trabazos. Nunca olvidaré la cara de los como 15 Guardias Civiles que, caminando por una autovía desierta, vieron llegar a la frontera a un melenudo con una mochila roja a la espalda.
- ¿Donde va usted?
- Pues a casa
- ¡Vaya por Dios!
Planazo. En Trabazos, encontré un taxi que me llevo a una Zamora confinada. Desde Zamora tome el último tren a Madrid y, de Madrid, el último AVE a Barcelona.
Ahora vuelvo, en el mismo viaje al revès, en circunstancias totalmente distintas y muchísimo más agradables. Se trata de máscaras porque, fíjate tú por dónde, la Federación de Mascaradas de Invierno, unas antiquísimas danzas y representaciones rurales enmascaradas, me ha invitado a dar una ponencia sobre Máscaras del Mundo durante la jornada de su presentación en sociedad. Y aquí estoy. Muchas ganas.
El Alta Velocidad AVE, se convierte en Extrema Lentitud ELE y me aposento en Zamora a las 12 de la noche. La primera impresión es que ya no es aquella ciudad confinada por el bicho pero no estoy en Hollywood. No hay precisamente multitudes por la calle ni falta que me hacen. Un bocata, una habitación sencilla en un hostal del centro y mañana será otro día.
Zamora es una ciudad pequeñita o un pueblo grandote, según se mire, con poco más de 50.000 habitantes y a 50 km de Portugal, con un precioso casco antiguo, en buena parte amurallado, al borde del río Duero. Tampoco de día hay mucha gente y mucho menos turistas. Algunos peregrinos ya que por aquí pasa el Camino de Santiago y también la Ruta de la Plata. Creo.
Paso el día como siempre que llegó a una capital nueva: callejeando. Esta es rápida de ver. Todo limpio como una patena, camino entre templos e iglesias románicas, con la catedral de bandera, murallas, lo que queda del castillo,el Puente de Piedra, la Plaza Mayor y varias hermanas menores, calles peatonales y edificios modernistas. Y no solo camino, porque está ciudad está en constante festival gastronómico y voy pasando por montaditos, pinchos, carnes y arroces que no tengo más remedio que regar con buen vino, especialmente de la vecina Toro y, más concretamente, de uno que se llama «Madre de Dios» al que entro por lo curioso del nombre y con el que me he quedado «pa no mezclar».
La historia de Zamora es triste, como la de la mayoría de las ciudades amuralladas, y habla de guerras, asedios, conquistas, heroicidades, traiciones y reconquistas. Sangre y miseria. «No se ganó Zamora en una hora».
El segundo día me dedico a lo que he venido. Ponencia, fórum y mesa redonda con amigos atacados por mí misma pasión, las máscaras, comilona a pie derecho continuando con la conversación mascarera y tarde de espectáculos culturales y folclóricos rurales de nivelazo que pone los pelos de punta, todo ello en el magnífico Teatro Ramos Carrión. Non va plus.
Todavía queda un día para rematar temas y faenas y visito el Museo Etnográfico y la Alhóndiga, donde hay una magnífica exposición sobre antropología de la magia, y también la Diputación y la Junta de Castilla y León para buscar unos libros de obligada consulta mascarera. En todos esos sitios, entidades públicas, me tratan de una forma extrañamente cariñosa y efectiva. Nada de «vuelva usted mañana» y cosas así, si no funcionarios dispuestos, formados y prácticos. Alucino. Empiezo a desconfiar.
Pero, en este sentido, no es aquí donde vivo una experiencia casi mística y paranormal, sino en Renfe. Voy a la estación a reclamar por el retraso del tren de llegada. Parece ser que si el AVE llega más de media hora tarde te devuelven el dinero. Me cargo de paciencia y me preparo para una larga y dura batalla contra murallas de burocracia, como siempre que haces una reclamación a una gran empresa pública o privada. Voy a la taquilla, explico el caso, pregunto al señor por el sistema de reclamación y me pide el billete. Pasa el billete por lo que supongo debe ser un código de barras o algo así y me suena un bip bip en el teléfono: mensaje conforme el importe de los billetes está abonado en la tarjeta. El servidor público en cuestión me devuelve el billete y me da las gracias. Yo no consigo articular palabra. Simplemente sonrió y miró alrededor por si hay una cámara oculta de esas para grabar bromas a ciudadanos desprevenidos. Y no. Tremendo. Ya algunas de nuestras empresas, incluso públicas, están perdiendo ese magnífico puntillo mediterráneo de improvisación chapucera y cutre. Una lástima. Donde vamos a ir a parar.
Eso que pasó así, tal cual Pascual, con una sencillez, rapidez y efectividad de aplauso enfervorizado, banda de honor y medalla de oro, no es ni muchísimo menos lo normal y, a sensu contrario, significa algo terrible: que, si otras empresas como podría ser Correos o concordantes, Telefónica o similar o Endesa o parecido, por dar algunos ejemplos, no actúan igual no es porque no se pueda, sea difícil o la ley esté complicada, si no porque, simple y llanamente, o son pandillas de ineptos o son bandas de forajidos. Todo ello sea dicho con el debido respeto y únicamente en defensa de mis legítimos derechos cabreados.
De vuelta, ahora sí rememorando fielmente el fin de etapa de la Vuelta al Mundo en un pandémico viaje alucinante, Renfe se mantiene en su tozudez por satisfacerme y al tren le da por ser estrictamente puntual. Ni la más mínima posibilidad de reclamación… ¡Mecachis en la mar!