Colombia (5) El Cocuy. El Púlpito del Diablo.

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Es espectacular lo buena gente que también son los colombianos. Y digo también porque, solo en Sudamérica y en este viaje, ya he dicho lo mismo de argentinos y brasileños. Y es que es verdad.

No puedo entender por qué y a quién aprovecha difundir racismos, intolerancias y prejuicios. No creo que sea consustancial a la naturaleza humana. 

Por si acaso, como yo no estoy por ahí, por favor, pido a todos los que me quieren en casa que sean solidarios y amables con los forasteros. Así me tratan a mi por donde voy. Y si algún día por aquellos lares está lloviendo, sopla el viento del Empordà y veis a un tiparraco con pinta de guiri melenudo caminando apurado con una mochila a cuestas, intentad ayudarle. Al fin y al cabo… podría ser yo.

No tengo arreglo. Se me ha metido en la cocorota llegar a la Sierra Nevada del Cocuy, un lugar rodeado de enormes montañas que dicen es de lo más bonito y remoto de Colombia. El acceso está complicado y nadie me sabe decir muy bien cual es exactamente el trayecto pero… «preguntando se va a Roma». 

A las 13 horas empiezo la odisea. De Zapatoca a Bucaramanga son como 3 horas de bus y luego cojo otro a las 17 horas hacia un pueblo llamado Málaga. Son 150 km pero la carretera es tan desastrosa que se tardan casi 7 horas en recorrerlos. Llego allí, a la Terminal de autobuses, a las 11.45 de la noche. Me dicen que ahora he de ir a una aldea que se llama Soatá dónde encontraré algún tipo de transporte hasta Güicán o El Cocuy, los dos pueblitos más cercanos a Sierra Nevada. Para eso, tengo que subirme a un tercer autobús con destino Bogotá que pasa por Málaga a las 3 de la mañana. Son unos 100km hasta Soatá y luego 100 más hasta aquellas aldeas. Ahí voy.

No son horas de pasear y no tengo el menor interés en conocer Málaga «by night» que, por lo que veo en el mapa del satélite, son 4 calles y, por la cantidad de borrachos tambaleantes que pasan por delante de la estación, debe ser un pueblo de castigo, así que espero tranquilo dentro de la Terminal a que venga mi bus. 

Llega puntual y en este puedo escoger entre hacer el trayecto de pié, en el pasillo, o sentado, en el suelo del pasillo. Elijo la opción B. Es el mismo precio. Algo menos de 2 horas hasta Soatá, una espera en una especie de bar/tienda/oficina de transporte hasta las 7 a. m. y 4 más por una carretera montañosa, recorriendo pueblos de lo más pintoresco con vecinos vestidos con poncho de lana y sombrero vaquero formando estampas alucinantes.

El Cocuy. Son las 11 de la mañana. Hecho. Veintidós horas.

Una baja importante. No sé en qué bus o estación he perdido mi sombrero, quizás la pieza de ropa más difícil de sustituir y que más quiero. Odio perder cosas. Para viajar hay que ser escrupulosamente organizado y estar siempre atento a tus cosas. Perder mi sombrero es un despiste que no me puedo permitir y, además, me sabe mal. Hemos estado dando vueltas juntos por el Mundo 15 meses, desde Fremantle, en Australia, hasta Zapatoca en Colombia. Son muchos kilómetros. Cinco continentes. Pero no me voy a amargar. Apego cero. Una lástima y punto. Siguiente capítulo. 

El Cocuy es otro pueblo blanco, éste con todas las puertas y ventanas pintadas de verde pálido, que parece prácticamente abandonado. La gente debe estar en el campo. Si buscaba la Colombia profunda, ya he llegado. Aquí te llaman todavía «su merced». «Esta es la habitación de Su merced». Pues resulta que ese soy yo. Y la habitación es chula, toda de madera y con una luz y unas vistas preciosas a los tejados del pueblo y las montañas. 

La banda sonora de mi película viajera ha cambiado. Atrás quedan la salsa, la bachata y la cumbia y entran en escena, nada más y nada menos, … ¡la ranchera y los corridos! Aquí le llaman música «carranguera».  Si hasta ahora el romanticismo musical era empalagoso ahora es insufrible y agridulcemente mantecoso. Como merengue untado con leche condensada ligeramente pasada de fecha. «Mujer traidora has sido mi muerte…», «Alcoholizado por un malquerer…», «Si te vas con otro derramaré lágrimas de sangre…» …Es una orgía de dolor, unas imágenes infernales. Las almas y los corazones «sangran» , se «estremecen» e «imploran» mientras que, los más bestias, si no les quieren, se lían «a puñaladas» y otras barbaridades que ni se pueden mencionar porque constituiría delito de incitación a la violencia.

Nada más situarme en el alojamiento me voy a la oficina del Parque Nacional Natural El Cocuy para ver posibilidades. Quiero subir esas montañas. Resulta que es caro. Tasas, seguro, transporte hasta la entrada, guía…  Para compartir gastos me ofrecen unirme a un grupo de 4 personas que suben mañana al «Pulpito del Diablo». Con ese nombre no me puedo negar. Dicho y hecho. 

El Cocuy está a 2.750 metros sobre el nivel del mar, iremos en coche hasta la entrada a 3.600 metros y, de ahí, subida picada hasta los 4.800. Suena duro. Me hubiera gustado descansar un día de la paliza autobusera pero es lo que hay. A las 4 de la madrugada empieza el lío.

Mis compañeros son 4 colombianos: una pareja cincuentañera y dos chicos en los 30. El trekk, efectivamente, es de los duros. Son entre 10 y 12 horas por páramos, lagos y tarteras verticales hasta llegar al Púlpito y el vecino glaciar del Pan de Azúcar. Al Pulpito del Diablo no se puede subir, es una roca sagrada para los indios Uwa y es difícil encontrar un país donde se respete más a los indígenas. Quizás es porque en Colombia las razas están muy mezcladas y todos los árboles genealógicos van a parar al mismo sitio. Aquí no vale la razón, o excusa, del dinero que da el turismo. Sus dioses y tradiciones van primero y la conservación de la Madre Naturaleza es Ley. 

Tardamos casi 7 horas en llegar arriba y a mi me agarra el soroche. Mal de altura. Tengo un terrible dolor de cabeza y, sobre todo, pierdo el sentido del equilibrio con lo que la bajada se hace difícil. Camino como un pato mareado. Los paisajes son magníficos, una gozada, pero si no estás en forma, mejor mirar un reportaje por la tele. Yo ya estoy apurado. Son muchos kilómetros seguidos. Siete meses viajando sin parar pasan factura. 

Llegamos al pueblo ya de noche. Sigue como deshabitado y silencioso pero, de pronto, se abren las puertas de la iglesia y la gente sale de misa. Son cientos. Las calles, tiendas y bares de estas aldeas están vacías pero las iglesias llenas. Curioso. 

Sigo. Son las 11 de la mañana. Me voy a zampar otro viaje de 24 horas. Voy a Bogotá, de ahí a Armenia y, después, Salento: el Valle del Cócora. Eso es un trote. Soy un ansias, lo reconozco. 

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