Salento es un extraño pueblo que se me antoja como una caricatura del progreso. Debió ser precioso, con una gran plaza y casas pintadas con vivos colores, situado en un valle frondoso y rodeado de magníficas montañas. Ahora es lo mismo y en la misma localización, obviamente, pero totalmente abducido por el turismo. Todo, pero absolutamente todo, son restaurantes con el mismo menú y tiendas con la misma artesanía y ropa «típica». Para acabar de camuflar su encanto han construido en medio, como enormes velas de pastel cumpleañero, unas torres eléctricas que dan miedo y el cielo queda rasgado de cables por doquier.
El ser humano no le ha quitado toda la belleza a Salento, pero lo ha intentado con verdadero ahínco. Como siempre.
Aquí se trataría de largarse a las montañas pero el cansancio y la necesidad de reparar un par de averías en mi cuerpo abusado me dicen que pare. He de hacer cura de salud con un buen comer, mucho dormir y no más ejercicio físico que paseos cercanos y facilitos.
Después de conseguir alojamiento ya es casi mediodía y, de entrada, me voy a probar el producto estrella de la gastronomía de El Quindio: la trucha. La hacen de todas las formas imaginables pero la tradicional es al ajillo y está de miedo. La marcan en la plancha y la untan con una pasta de ajo, perejil, cilantro y hierbas varias, la ponen en una especie de sartén con leche y la cuecen al fuego. Y la sirven con un patacón de plátano crujiente. Tremendo.
El resto del dia lo paso tirado a la bartola digiriendo el banquete truchero. Mi cura empieza como Dios manda. Mañana, sin exageraciones, debo ya dar un poco de máquina no sea que me malacostumbre.
Desde luego, lo que no puedo dejar de caminar es el Valle del Cocora. La excursión es chula. Unos jeeps que hacen de enlace te llevan en media hora desde la plaza de Salento hasta el inicio del sendero que da la vuelta al valle en una bonita travesía circular. Es una caminata fácil pero no aburrida. No le faltan sus subidas y bajadas, un bosque húmedo con barro resbaladizo bien pateado por mulas, piedras, cantos rodados y puentes destartalados para cruzar varios tramos de río. Un poco demasiado concurrido para mi necesidad vital de paz y silencio, pero agradable.
Me paro en la Casa de los Colibríes, una sociedad privada de conservación, y vuelta a la casilla de salida. Total, unos 15 kilómetros y 5 horas tranquilitas. Y la tarde, para seguir descansando.
Dos largos días casi completos de pausa, de reorganización e impulso.
Me he escuchado y me voy a hacer caso: empiezo a volver a casa. Como siempre, un periodo de descompresión, de entrar en el carril de desaceleración pero vuelvo a casa. Lo necesito. Ya no recupero. En el camino, acabar de ver algo más de este magnífico país que es Colombia, entrar y vivir Ecuador y volver a Europa por algún lugar…poquito a poquito, volviendo a mi tierra.
Y, de entrada, en ese camino de vuelta, cojo un bus a Bogotá, No tenía pensado visitar esta vez grandes ciudades pero voy de paso hacia mi próximo destino, las islas de San Andrés y Providencia. Habrá que aprovechar los dos días que me quedan hasta tomar el avión hacia allá.
También apetece un poco de ciudad. Y más en domingo, el dia del chándal, de las maratones y la familia, del desayuno sano y la comida copiosa y bullera, de los viejos solitarios, del paseo romántico y el amor…
Candelaria, la plaza Bolívar, rascacielos y un montòn de iglesias, el mercado de pulgas San Alejo, Chapinero… Bogotá es una enormidad de multitudes y las multitudes, negras, blancas, amarillas o mixtas, son multitudes. Y aunque seguro entre esas multitudes están pasando historias preciosas y hay gente extraordinaria, en la ciudad solo se percibe el bulto informe. Sin más.
Observo, eso sí, y percibo chispas de vida, pero imposible ver más. En la ciudad hay muy poca visibilidad. La ciudad es opaca. A veces, veo a alguien, o alguienes que por alguna razón me curiosean y, a falta de conocer sus historias, me las invento. Es un buen juego, pero nada más que un juego.
Y sí, seguro que entre esa multitud hay gente fuera de lo ordinario. O quizás todos tenemos algo extraordinario pero las jaulas que no vemos impiden a lo extraordinario volar, desarrollarse y darse a conocer a nosotros mismos… y nos quedamos en multitud corriente.
Dedico el lunes a la parte alta de la ciudad. Desde el hostel voy viendo pinceladas de Bogotá… Riadas de bicicletas… Una sensación de inseguridad a la que contribuye ver policía de todo tipo en cada esquina… Una plaza de toros que, una vez más, demuestra que de la colonización se absorben màs cosas malas que buenas…
Para subir a Cerro Monserrate, la montaña a cuya falda se ha construido la capital de Colombia, has de coger un sendero de escaleras, muchas escaleras, que te lleva desde los 2.700 metros a los 3.150 en una hora. En menos de 2,5 kilómetros subes 450 metros de desnivel. Y ya estas ahí. Tu y un montòn de turistas porque también se puede subir en teleférico. Cuando llego arriba, boqueando, veo un señor panzudo salir del susodicho teleférico con una camiseta de Adidas que, en grandes letras, reza: «Just do it». ¡Lo que hay que ver!
Monserrate y el santuario allí edificado no tienen nada de especial pero vale la pena por la vista de un magnífico Bogotá desde el cielo. Llevo ya 4 horas caminando desde mi alojamiento hasta aquí y me ha entrado hambre. Todavía me quedan un par de horas hasta el hostel.
Total, en Bogotá nada me toca el corazón. No es una ciudad fea ni es una ciudad insulsa pero no sé identificar el sabor. Volveré en unos días ya de tránsito a Quito pero, ahora, me voy a Providencia.
Marchando una de isla caribeña…