Etiopía (4) De Aksum a Lalibela. Tigray y la Depresión de Danakil: la belleza del infierno.

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Aksum es el ombligo del cristianismo y el corazón de Saba. Es una ciudad agradable, por lo menos en comparación con lo visto hasta ahora. Llegamos casi a las 4 de la tarde y, con un par de horas, da para ver por fuera el complejo de Santa María de Sión y los monolitos. Tampoco me apetece mas.

Al día siguiente me doy cuenta que me he dejado los riñones en algún lugar de la carretera. Otra vez al coche y ponemos rumbo a Hawzien. Es domingo y las calles y senderos se llenan de riadas de fieles enfundados en sus chales, de impoluto blanco, camino de los lugares de culto. Estamos en las montañas Gheralta, un paisaje de cañones y desfiladeros al màs puro estilo Far West americano. Se trataría de subir hasta la iglesia rupestre de Abuma Yamata situada entre unos peñascos de las Gheralta. Dicen que no es fàcil.

La ascensión empieza con 20 minutos por unas escaleras de piedra hasta que viene “lo bueno”. El guía me dice: “Por ahi”, y señala unas escarpadas paredes de piedra arenisca sin asideros a la vista. Le río el chiste… pero no lo es. Subimos a pulso poniendo manos y pies donde podemos hasta llegar a una roca vertical donde dicen que nos descalcemos para no resbalar. Nos ponen una especie de arnés con el que subimos, o nos suben, agarrandonos a todo lo agarrable como si nos fuera la vida. Y es que nos va la vida. Ese arnés es tan seguro para escalar como un Dodotis.

En la punta de un cañón, en una cueva, está Abuma Yamata, una pequeña preciosidad de iglesia del siglo VI con pinturas religiosas restauradas en el XVI. El lugar es de una paz ascética impresionante y, tanto por los medios como por el fin, la ascensión es aventurera y bonita porque sí. Las vistas son de nido de águilas. Realmente magníficas.

En el camino a Mekele, la capital de Tigray, vemos otras iglesias pero nada comparable. Ya en la ciudad vamos a parar al primer hotel guapo que vemos en mucho tiempo. Necesitaba con urgencia adecentamiento general y colada. Estaba a puntito de tener que darle una segunda vuelta a la ropa sucia. Mis tejanos todavía están empapados del chaparrón en las Semien y de eso hace ya 3 días. Rematamos la faena con una cena internacional compartiendo con Pablo e Imanol un mixto de dips tradicionales con injera, una pizza y una hamburguesa con patatas fritas. Y cae otra botella de vino.

El nuevo día me pilla retranqueado. Me despierto con agujetas hasta en la raíz de los pelos. Les pregunto a los hermanos si a ellos les pasa lo mismo y me contestan que en absoluto. Como, a estas alturas, el viaje ya nos ha hecho amigos para bromear, les digo: “¡Coño, claro! Vosotros sois vascos”.

La Depresión de Danakil es, quizás, el lugar más inhóspito del Mundo. Vamos en una caravana de 8 todoterrenos y unas 30 personas más guías y conductores.

Estamos como a 40º, pero aquí se pillan fácil los 50º. En Danakil no hay ni ciudades ni aldeas, pero solo vivir en Berhale, al borde de la Depresión, ya es para sobresaliente “cum laude” en Inhumanidades. El aire es fuego y el lugar agreste hasta límites insospechados. Salir del coche, y dejar el aire acondicionado, apetece tanto como meterte entre pecho y espalda un tazón de lava con ahogaditos de canto rodado.

A las 16,30 estamos a 44º. Los guías y conductores montan el campamento junto a Hamedela, algo parecido a un asentamiento humano al lado de una fábrica de potasio. También tenemos compañía armada. Esta zona tiene mala reputación. Pocas leyes se respetan aquí si no entroncan directamente con el instinto de supervivencia.

En realidad, el campo base ya está montado y consiste en una especie de cabañas con paredes de palos y techo de esterilla de rafia. Lo que hacen nuestros guías es tirar unos colchones cochambrosos encima de unas camas de troncos, caña y corteza.

Arreglado el chiringuito, subimos otra vez a los coches y rodamos por un desierto de una fina capa de sal encima de 90 metros de más y más capas de agua caliente y sal. Este lugar es la Nada y aquí nada sobrevive. Llegamos hasta las salinas del lago Daloil. Sal y mas sal. Nada y más nada.

Una cena de campamento bien organizada y a la piltra. Noche bajo las camufladas estrellas en una noche calurosa y nublada. Mañana a las 5 a.m. en pie.

Diana, desayuno y caminamos por un lugar indescriptible con una mezcolanza de materiales, colores y olores entre avérnicos y galácticos. Es un paseo por el mismísimo infierno. Llegamos a unas irreales cataratas de magma, sal, cobalto, azufre, potasio… la fealdad es de un extremo que toca la belleza. Es como estar metido en un cuadro acrílico.

En este punto dejamos al resto de la caravana. Ellos van a ver un volcán a 200 kilómetros de aquí. Son 7 u 8 horas de coche que aconsejo con entusiasmo a todos mis enemigos y personas a desconsiderar. Nosotros preferimos conformarnos con volver al hotel chulo de Mekele a pasar una tarde de relajo sin más aventura que una ducha caliente de media hora.

De vuelta hacia allá, siempre azotados por un viento rabioso e inclemente, nos van enseñando nuevos paisajes y rincones de este antiparaiso con actividad volcánica. Un venenoso lago de potasio, pozos hirvientes, lotes de bloques de sal preparados para su transporte…

Caminamos, gateamos y saltamos después por un cañón de planeta intergaláctico hostil e inhabitable entre rocas de sal que, de hecho, antes era el lugar más profundo del Mar Rojo. Parajes de buceo sin agua.

Me da por pensar en qué misterio más insondable es el azar cósmico que hace que unos nazcan en lugares malditos como la Depresión de Denakil y otros en tierras bendecidas como la mía. Para darle vueltas al tema…

Y ya, sin pena, dejamos este lugar muerto y, después del merecido descanso en Mekele, seguimos hacia Lalibela.

Renuncio a describir la carretera, en muchos puntos rota, hundida e inundada. Como ir a caballo entre trote, galope y brinco desbocado, pero llegamos a Lalibela en algo más de 10 horas. Iglesias, un mercado auténticamente africano, un bonito valle y unas montañas maravillosas para caminar pero, sobre todo, es el lugar donde ya me despido de Pablo e Imanol.

Dicen, que los vascos y los catalanes somos cerrados, retraídos y serios. Muy nuestros. En realidad ni sentimos ni padecemos, dicen. Pero… ¡Joder!…Los voy a echar de menos.  Hemos viajado juntos 11 días y nos hemos llevado perfectamente. Nos volveremos a ver, seguro. Chicos, un abrazo. Eskerrik asco.

Solo otra vez. Naturalmente

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