Toca un vuelo hasta Addis Abeba. Los aeropuertos internos de Etiopía son una de esas atracciones de obstáculos por los que la gente pagaría en Port Aventura pero que, en vivo, sin trampa ni cartón, desespera al más pintado. Traslado, controles, retrasos, cancelaciones, caos y demás vicisitudes exigen cierta habilidad y, sobre todo, mucha calma, ojito y serenidad.
En Addis me aparco un par de días para organizar. Entro en la segunda quincena de mi viaje por este país.
Addis… madres y niños tirados en la calle, hombres en el suelo desmayados, drogados o quizás muertos, uno de ellos sangrando por una enorme brecha en la cabeza, militares vestidos con uniforme de camuflaje cacheando a todo quisqui, muchedumbres deambulando, tráfico caótico, guardias, muros y alambre de espino en hoteles y negocios… Addis.
Paso una mañana de domingo de excursión urbana, de Bole a Meskel Square y de allí a los bazares del barrio de Piazza pasando por donde no debería pasar, viendo lo que no debería ver, fotografiando lo que no debiera fotografiar… Asesinando mi curiosidad. Y por la tarde, organización y descanso dominguero en un hostel casero que me da el ambiente tranquilo y la pausa para digerir tanta vida real sin que me siente mal.
Aunque muchas organizaciones occidentales jueguen con las estadísticas, esto, lo que veo, es lo que vive la mitad de la humanidad. La otra mitad, aquello, lo nuestro, el sistema confortable y consumista, se me antoja desde aquí un espejismo de poca lógica, mal provecho y con visos de acabar como el rosario de la aurora. El festín es pantagruélico, pero la cuenta va subiendo y no sé quien la va a pagar. Aunque a alguno todavía le queda más gana, que no hambre, y tiene los santísimos huevos de quejarse dando rienda suelta a su crónica infelicidad, de tanto estirar el brazo, la manga se está quedando corta ya. Alguien dijo: “Cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, pon las tuyas a remojar”. Aquí los rasurados son más que perfectos.
Mañana a las 5 a. m. me voy en bus a Harar, un mito de ciudad. El primer occidental que la piso, en 1855, fue el explorador inglés Richard Burton quien, para conseguirlo, ya que estaba prohibida la entrada a los infieles, se vistió con ropas tradicionales y se mezcló con la multitud. Puedo imaginar lo que debía sentir.
Viajar con y como ellos es caótico, tenso, sucio y desagradable. La información es nula y el ritmo de encéfalograma plano. Las carreteras son de derribo, los olores hirientes, los espacios de claustrofobia severa, las imágenes escabrosas…
Hago 9 horas en bus y media hora en minivan, que es lo mismo que el bus pero comprimido hasta el aplastamiento. Paso por lugares y veo gente que parecen decorados y extras de películas de catástrofes y zombis. Y todo el mundo comprando, vendiendo, transportando y consumiendo khat como lo más normal del mundo sin secretismo alguno. Una locura. Y llego a Harar e incluso llego entero.
Harar fué, en el siglo XVI, un importante enclave comercial entre África, India y Oriente Medio del que hoy queda una ciudad amurallada con más de 350 callejones en 1 km², casas de llamativos colores, mezquitas y bulliciosos mercados al màs puro estilo «Las mil y una noches»… pero todo enterrado en inmundicia y miseria. Parece ser que los cuentos en cuestión acabaron mal. Muy mal. Todo el poderoso imperio de Oriente ha acabado en la más puta miseria sepultado en plástico y basura y, sus otrora orgullosos y aguerridos soldados, ciegos de khat y sin la menor dignidad ni porvenir. Un desastre.
El mercado de frutas y hortalizas es un desfile de mujeres hararís vestidas con vistosos colores, la ciudad nueva un pandemonio de muchedumbre y bandadas de “blue mosquitos”, los tuc tuc etíopes, y las callejuelas del núcleo antiguo un laberinto de pobreza inasumible.
Me alojo en una de sus casas de colores convertida en guesthouse y como una ensalada tradicional de patata en uno de los puestos del mercado. Poquísimo turismo por no decir ninguno. Esto no es para blancos. Es demasiado hasta para mi. Este extremo de Mundo es como una alucinación, como un mal “viaje” de drogadicto, un cuelgue feo con neuras de miedo y angustia entre colores de ensueño. Tengo, de tanto viajar, el estómago fuerte pero esto… esta dosis excede hasta a lo anormal.
Cae la noche, es casi luna llena. No se describir los gritos, la muchedumbre oscura, el viejo tirado entre la basura, el niño vestido de fiesta porque no tiene nada más… Hoy ha sido un día muy duro. Plego velas no vaya a embarrancar.
Paso todo el nuevo día deambulando por la ciudad, empapándome de imágenes con bandadas de niños detrás gritando “faranji”, “faranji”, que significa algo así como “forastero” o «extranjero». Desde luego, lo soy, casi tanto como lo sería en Marte.
Coloreados callejones, mezquitas y tumbas de santones se superponen con ancianos desdentados, drogadictos sin remedio y altivas mujeres de mirada vigilante.
Parece ser que al anochecer, en un descampado de la ciudad, hay la costumbre de dar de comer a las hienas que habitan cuevas alrededor de la ciudad. Por mi, los animales salvajes mejor están en su medio y con sus medios, así que vamos a dejarlo. Mañana me levanto otra vez a las 3 de la mañana y me inserto en otra minivan rumbo a Awash.
Tras ocho horas interminables de carretera africana que me dejan deslomado y como si me hubieran pateado el culo con ensañamiento, enormes rebaños de dromedarios anuncian que llego a Awash. El mismo colorido en los vestidos de las mujeres, la misma sucia miseria y la misma drogadicción generalizada. Calor, moscas y mosquitos. Me voy a dormir. No puedo con mi cuerpo.
Awash es una posible parada en el camino de vuelta hacia Addis desde el este. Para cambiar de dirección en este país hay que volver siempre a la capital. Cerquita de aquí hay un Parque Nacional donde ver algunos animales salvajes pero hacer trekking en el Parque es peligroso. También hay unos cañones naturales y montañas relativamente cerca del pueblo pero me dicen que hay dos etnias enfrentadas y debo ir, otra vez, con guardia armada. Estoy harto de metralletas. Tampoco tengo ganas porque he de cuidar una herida mal curada que me hice en el pie en Tigray. Por tanto, descanso, buena alimentación porque ya me estoy adelgazando demasiado, y a ver si puedo, en un par de días en Addis, organizar un último asalto del viaje a Etiopía: las montañas Bale, ya en el Sur.