Filipinas (2) Volcanes. Del Taal al Pinatubo.

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Tagaytay es un pueblo donde los urbanitas de Manila vienen a respirar aire puro. La arteria principal es bulliciosa y fea, con centros comerciales y restaurantes de comida ràpida. Hay muchos hotelitos, muchas chabolas y una urbanización tranquila de segundas residencias para ricos. Un pedacito de tranquilidad robado a la selva.

A media hora de allí, está el volcán Taal.

Arriendo por 2 días un apartamento de 20 metros en uno de los rascacielos de la urbanización, una especie de ciudad de vacaciones vertical cutre. Tengo la habitación 2.327. Cómo el primer numero de la habitación de los hoteles suele indicar el piso en el que estàs, en el ascensor pregunto a la señora que me acompaña si vamos al segundo piso. Me dice que no, que vamos al piso 23. Acabáramos. No me siento nada tranquilo pero aquí estoy. Esto caerá o arderá algún día  pero no será hoy ni mañana, supongo. Ya sería mala suerte.

Por cierto, aquí, en Filipinas, salen intermediarios por todas partes y para todo. Es su sistema colectivo de supervivencia. Es pesadito, pero no hay que resistirse mucho. Es su manera de sobrevivir.

Consejo de viajero. En viaje, en un país extranjero, se ha de surfear con las olas, nadar jugando con la corriente, nunca querer canalizar el mar y cambiar las cosas por tus narices y/o «por su bien». Eso es tontería occidental. No es tu trabajo y no está en tus manos. Vive y deja vivir, actúa con decencia y corrección y no quieras ser el salvador de la humanidad.

A las 8 a.m. voy hacia el volcán en una moto con anexo trasero como los rickshaw indios. Allí, negocio una patera filipina y empieza el juego de matrioskas de la naturaleza que es este lugar. Primero está el pueblo, Taal, luego el lago, dentro del lago la isla de los volcanes, dentro del volcán otro lago y en medio del lago otra islita.

Media hora en la canoa y 2 horas para subir y bajar el volcán. La ascensión es fácil, pero el calor asfixiante la hace pesada. No hay sombra para esconderse y de la tierra va saliendo gas sulfuroso. Arriba, el premio es la vista al lago de la caldera. El pequeño Taal es una joyita natural aunque, en la cima, una atalaya para que hagan fotos los turistas que suben, casi todos en pequeños caballitos alquilados, elimina buena parte de la magia.

Ya en la otra orilla, doy una vuelta por el pueblecito, una carretera principal y 2 calles. Lo demás son senderos que dejan entre sí las chabolas en las que habita está gente. Más pobreza, pura vida.

Me regaló un pescado frito con arroz y otra vez para Tagaytay, montaña arriba, está vez en una moto con sidecar. Un viaje de media hora divertido, a todo gas, con el culo a 5 centímetros del suelo pegando botes hasta hacer sopa de mis riñones.

Poco a poco, me voy defendiendo mejor en Filipinas. Ya hago pie, tocó el fondo de puntillas y me siento más cómodo y suelto.

Apuntes. 1.- Ya he probado la comida de la calle: 1 trocito de pollo frito, 5 unidades de siomai, 1 pinchito de una cosa larga y fina que no sé lo que es, ni quiero saberlo, y una Coca Cola, 1,5 euros. 2.- He conocido una hormiga filipina. Muerde, la cabrona. Y 3.- He aprendido la primera palabra en talago: «hola» se dice…»hola». Soy un fiera con los idiomas.

Ya que he visto el lago y el volcán Taal desde delante y desde dentro, me voy a verlo desde arriba, desde el Picnic Grove. La vista es espectacular, ni más, ni menos, pero ya está visto y tengo prisa para mí siguiente destino: el volcán Pinatubo. Palabras mayores. Su última erupción fue en 1.991. Eso es ayer para un volcán.

En bus, y los últimos 30 Km en otro sidecar tirado por una Onda 125, llegó a Santa Juliana, el pueblo más cercano al Pinatubo. En realidad, no es un pueblo, es un asentamiento de chozas y cabañas alrededor de una carretera en medio de la selva. Allí conviven 7.000 personas con bueyes, gallinas, ranas, gatos, perros, gansos… Hago noche en un campamento familiar básico pero muy agradable. Mañana, a las 6 a.m., desayuno y «parriba».

Primero hay 1 hora de marcha, con un 4×4 ruinoso, por un cañón entre montañas cortadas a cuchillo por siglos de erupciones y movimientos sísmicos que se convierte, sucesivamente, con todo lo que ha expulsado la montaña en sus petardeos, en camino de tierra, pedregal volcánico, río y lodazal. El cuerpo tenso y agarrado a donde puedes para no salir disparado con los golpes, saltos y sacudidas. Cómo subirse al potro, bisonte loco o como se llame esa atracción de feria. Todavía no ha empezado la ascensión y ya es una aventura.

Después, el cañón se va estrechando y tienes una marcha de más 4 horas, ida y vuelta, por senderos y cauces de riachuelos. Ha habido suerte y el día es «fresquito», alternando 30° y 100% de humedad con chaparrones de 15 minutos que te meten una somanta de agua como si te tiraras de cabeza bajo una cascada.

En la cima, vistas al cráter, otra obra de arte natural. Un lago de aguas que van cambiando de color según se nubla o sale el sol, enmarcado por un circo de montañas selváticas. Poco que decir. Sólo admirar, respirar hondo, sentir la paz del lugar.

Entre todo, son más de 6 horas intensas y estoy vapuleado y descuajeringado, pero doblo la apuesta del día. Me han dicho que, a poco más de media hora de Santa Juliana, hay uno de los 15 poblados de la etnia aeta que se resisten, con más pena que gloria,  a ser engullidos por la civilización. Un bocadillo y una Coca Cola y me voy a verlo. Ya descansaré cuando me muera.

La aldea está en la falda del Monte Telakawa, al otro lado del río que, ahora, no va crecido y, en su mayor parte, es un arenal hasta la época de lluvias que acaba de empezar. Donde hay corriente no supone tampoco gran problema si no té importa mojarte hasta las rodillas. Son una veintena de chozas donde se hacinan mas de 50 familias con su ganado y sus cultivos de autoabastecimiento. Una choza común en una especie de placita con una fuente accionada hidráulicamente y una iglesia/escuela, sin sacerdote ni maestro, completan el cuadro. Otro escalón más abajo de la pobreza. Sus habitantes son más negros que orientales y están contentísimos de que les vengan a ver por poco que pongas de tu parte.

No había visto algo así desde mi último viaje a Mali. Es apabullante. Cada día pienso que lo que veo es el colmo de lo misérrimo y cada nuevo día descubro algo peor. Sin escolarización, sin planificación familiar, sin presente ni futuro y con un pasado en extinción, esta gente desconoce el significado de la palabra esperanza. Eso sí, les enseñan que hay un Dios y una vida mejor pero, para llegar a ella, han de ser buenos… y morirse. No creo que tengan ni consciencia de que, fuera de ese infracolectivo, existe un progreso a años luz de su realidad. Les encanta que les hagas fotos con el móvil. Se tronchan de risa. Yo no.

Según parece, porque la desgracia siempre va con amigos, en esta zona hay mucha malaria y dengue. El hospital más cercano está a 30 kilómetros, un viaje transoceánico para esta gente. Si el río está crecido, un viaje imposible.

Otra jornada intensa. A dormir sin pensar mucho.

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