Kenia (2) Hell’s Gate y Mount Suswa. Los masai. Pole, pole.

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Ya estoy en Hell’s Gate paseando a mi gripe. «Camina o revienta» y, en este caso, además de caminar, pedalea, porque aquí se trata de ir en bicicleta hasta unas gargantas con saltos de agua caliente y cuevas naturales. Durante la pedaleada me voy cruzando con cebras, monos y búfalos y el conjunto tiene su gracia, pero tampoco es ninguna maravilla. O quizás es que no estoy yo muy entusiasmable.

El nombre del lugar, “La Puerta del Infierno”, es sugerente pero no hay secreto: aquí el calor es de castigo divino. De todas formas, los cañones y gargantas son un paseo por un paraje realmente extraño y con efectos de luz, como mínimo, curiosos, como con intuiciones de presencias extrañas. O yo delirio, que también puede ser.

Definitivamente, la bicicleta no es lo mío, pero aquí no hay otro remedio. Son 10 km de carretera de carro hasta las gargantas que pateas durante hora y media y otra vez a la bici para la vuelta.Y parece poco, pero con el trancazo que llevo es una proeza. El polvo del camino me entra en el pecho como un incendio y llego a la casa hecho unos zorros. No saldré de la habitación en dos o tres días. Mi cuerpo ha dicho basta. Estoy bajo cubierto, en un lugar bonito y fuera llueve con parafernalia de tormenta. Podría estar peor.

Al final han sido 4 días de cama. Supongo que son secuelas del viaje a Etiopía. Se han juntado agotamiento, corte de digestión y gripe y la fiesta ha sido jaranera. Tuve suerte y en una farmacia del pueblo pude comprar el último blíster de paracetamol que les quedaba y tres cápsulas de antibiótico que, parece, han puesto fin a la juerga. Ya puedo seguir, el problema es que estoy débil, he perdido peso y forma física a chorro y queda apenas una semana para tener delante el Monte Kenia. Subirlo, hoy por hoy, se me antoja imposible.

Empezaré por caminar por el Monte Suswa, uno de los volcanes del Valle del Rift, 2.356 metros. He quedado en Suswa city a las 9 h. con Timothy, un guía masai que vive con su familia cerca del volcán. En teoría, Suswa está a 1 hora de Naivasha.

Los matatu no tienen horario. Salen cuando están llenos. Estoy en la estación a las 8 horas y no salimos hacia Suswa hasta las 10’30 horas. El ritmo keniata es cansado de puro cansino. Si has de coger un matatu no puedes quedar con alguien a una hora. Sólo puedes decir la hora que sales del hotel. Lo demás es… un misterio pendiente del azar.

Aquí las cosas van poco a poco. Pole, pole, dicen en swahili. La información, más que nula es contradictoria, no sólo si preguntas a dos personas, sino también si preguntas a la misma persona con un intervalo de 5 minutos. O incluso sin intervalo, es como si fueran pensando y repensando las cosas a medida que van hablando. Y eso si, en medio de la conversación, no ven a un amigo, se largan con él y se olvidan de ti como si hubieras desaparecido por arte de magia. 

Timothy, un guía con todas las características físicas de los masai, alto y espigado, me està esperando en Suswa. El y su familia son kokoñoke, una de las múltiples etnias masai.

Llego con 2 horas y media de retraso. Timothy primero quiere poner gasolina. «Pole, pole» . Después quiere comer. «Pole, pole» . Total, ya casi son la 1 de la tarde. Eso significa que, o me conformo con dar un paseito y me vuelvo, como estaba previsto, o me quedo a dormir en las montañas con alguna familia masai. Lo tengo claro: una noche con una familia masai será una experiencia.

Timothy me lleva en su moto campo a través, ahora sí a toda leche. Para en su casa y me presenta a su familia. «Pole, pole» . Los niños ofrecen su cabeza en señal de respeto y él les “impone” la mano como una bendición. Después dirigen su cabeza a mi. Me anima a imitarle así que… «Donde fueres haz lo que vieres».

Seguimos por caminos imposibles hasta la falda del Monte Suswa. Parece como que, en un movimiento sísmico, la montaña se ha dividido en dos y el espacio entre las partes separadas, con el tiempo, lo ha ido llenando el bosque rebosando por las dos laderas desgajadas abriendose paso entre roca volcánica. Son unas vistas salvajes de un África donde todavía hay lugares inexplorados.

Caminamos dos horas por el cráter y volvemos a coger la moto, esta vez por la llanura de la falda del volcán salpicada de hogares de pastores masais y cercados para ganado. Timothy va parando a saludar y de todas ellas salen montones de niños ofreciendo sus cabezas para recibir nuestro saludo-bendición. Llegamos a los terrenos de la familia que hoy me acogerá. Más niños. Muchos. Es un núcleo familiar de varios hermanos con sus padres, mujeres e hijos.

Las casas están hechas de palos, adobe y estiércol con un plástico cubierto de hojas como techo. El lugar es pobre, pero no sucio. Vistas magnificas de la enorme planicie y de cielos infinitos. La sensación es de una autenticidad de escalofrío. 

Tomamos té con leche y chapati. Toda la familia está delante mío mirándome con curiosidad y haciéndome preguntas a través de una de las niñas que sabe algo de inglés. Hoy soy el programa de la televisión que no tienen.

Traen un brasero para calentar la habitación. Se agradece. Uno de los hermanos de la familia me viene a buscar para enseñarme como encierran el ganado. Todos colaboran. Unos cuentan las piezas, otros separan, otras ordeñan… No es un buen año de lluvias, me explican, y están preocupados. De cenar me traen arroz y patata hervida. Todo es de una sencillez abrumadora. No se necesita más. Me conviene descansar y no tardo. Son las 9,30.

Timothy trae al día siguiente plátanos y tomates para desayunar y me lleva a unas impactantes cuevas de película. La oscuridad es total si apagas las linternas, y las piedras caídas en las entradas auguran que, un día u otro, todo caerá. No será hoy… supongo. Esto no es ninguna atracción, es aventura real. Huele a madriguera de animal y excrementos y huesos esparcidos por el suelo lo confirman. Aquí, por la noche duermen, en alguna de las cuevas, babuinos pero, en otras, concretamente en una de ellas seguro, hay o ha habido recientemente un depredador grande. ¿Un leopardo? Ningunas ganas de hacer comprobaciones. Salgo más que acongojado.

Otra paliza en moto por esta llanura de arena, piedra, espiga seca y cactus me lleva de vuelta a Suswa. Un matatu de remate y ya estoy en Naivasha otra vez.

Una aventura más. Puedo decir que he pasado 24 horas con una familia masai. Sin disfraces, ni bailes ni ceremonias turísticas. La vida de esta gente tal cual es, cruda y sin aderezos. Una vida donde una mujer vale menos de 1.000 $ en agua o ganado, donde no se cultiva nada porque aquí no crece nada, donde la misma familia atiende los partos y muchos de los niños nacen con deficiencias por anoxia, donde, en realidad, da igual que un hijo nazca hiperinteligente o deficiente mental porque, al fin y al cabo, lo único que hará el resto de su vida es manejar una azada y ordeñar vacas…

Sí, sí, todo esto hoy y aquí mismo, en este Mundo. Impresiona, impresiona mucho. 

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