De vuelta a Europa. Quizás debería haber seguido viaje para aprovechar primavera y verano, hacer Centroamérica, E. E. U. U., Canadá y acabar mi Vuelta al Mundo volviendo por Islandia y para abajo. Pero, simplemente, ni cuerpo ni mente me dan para 6 ó 7 meses más de viaje. Estoy cansado. Tengo ganas de volver a casa. Tengo ganas de abrazar a mi gente, oler mi mar, encender mi fuego, dormir en mi cama… Y no hay prisa. El Mundo puede esperar. Supongo.
Por otro lado es un buen momento para parar. Los aeropuertos y aviones están a menos de media capacidad por el miedo al coronavirus. La cantidad de gente con mascarillas hace pensar en una película americana de epidemia global. Sí, hay miedo a viajar. Habrá que ver como evoluciona todo.
Y Portugal me ha parecido una buena vía para volver. En estos meses he vivido muchos países con influencias portuguesas, desde Mozambique a Brasil, y ahora apetece ver el original. Aquí estoy: Lisboa.
Uy, uy, uy, ¡Uy! Esta ciudad es una maravilla. Se ve de entrada, a primera vista, ya en el autobús del aeropuerto al hostal y aún oscureciendo. Avenidas con carácter, plazas con historia, edificios con sabor, comercios y restaurantes elegantes, terrazas encantadoras… He comido un sándwich en todo el día y, después de una ducha imprescindible, ceno en el primer lugar que me parece auténtico. Es una especie de bar restaurante de barrio ¡Diana! ¡Vaya ojo! Bacalao a la plancha. Disfruto como un perro con un filete.
Me despierto prontito… La Catedral, la ruta de los miradores, el Castelo de San Jorge, los barrios de Alfama, Alto, Príncipe Real y Chiado, la Plaza Comercio y el río…
Me pierdo por la Tapada das Necesidades, un parque que nadie visita lleno de senderos y salgo a la Basílica da Estrela, con otros espectaculares jardines del mismo nombre delante. Allí me paro un rato. Tengo paz y busco más. He de llenar a tope. Y sigo, las vistas desde el Jardín de San Pedro de Alcántara… Los tranvías, los kioskos, el fado, las pastelerías…
Acabo la jornada con un atardecer en el Jardín Alto de Santa Catarina… No sé cuántas horas he caminado pero las piernas me dicen que han sido muchas. Me merezco una cena de campeón y vuelvo a mi restaurante de ayer. Me recomiendan costillas de cordero a la brasa con ajo y patatas fritas. Sufro.
Mono-tema. Lo del coronavirus tiene su guasa. Resulta que yo estornudo 7 veces después de cada comida. Especialmente después de la cena. Siete o, máximo, 8 estornudos. No es una enfermedad, es más bien una alergia o algo así. Es un movimiento reflejo que se produce cuando, por comer, tienes el interior caliente y choca con frío exterior. En catalán, traducido, decimos: «Todo buen catalán tiene frío después de cenar». Según me dijo una doctora, en idioma médico se llama «Rinitis paroxística a frigore». Me encantó el nombre. Me enamoró. Me casé con ella y tuvimos un hijo. No te digo más.
Pues eso ahora es un problema gordo porque, cuando empiezo a estornudar, todo el restaurante se me queda mirando y soy, obviamente, un sospechoso de coronavirus sin ningún tipo de presunción de inocencia. ¡¿Còmo voy yo explicando lo de la renitis por ahí?! Total, que para evitar problemas ceno y me voy cagando leches del restaurante no vaya a ser que acabe linchado un día de estos.
Y fuera bromas el tema va in crescendo. Mejor no menearse mucho. Cancelo mi viaje al Algarve, me quedaré un día mas para conocer Cascaís y Estoril y me voy directo a Oporto y a una zona del Norte que hacen unas máscaras que me interesan. Y allí las veo venir y a ver cómo se va desarrollando el asunto. Están cerrando escuelas y prohibiendo concentraciones en todo el Mundo y tengo respeto por posibles cierres de fronteras y/o cuarentenas. Quiero llegar a casa y mi pasaporte dice que soy un grupo de riesgo por demasiado viajero. Una bomba vírica con patas.
Ya en Cascais, apenas a 45 minutos en tren. Me adentro un poco en el centro, con apariencia mixta entre pueblo de vacaciones y ciudad dormitorio, y voy bordeando la costa hasta la Boca do inferno, una gruta natural convertida en atractivo turístico. Bonita pero sin más espectacularidad que el llamativo nombre. El coqueto Parque Marechal Carmona, el faro, la Ciudadela, las playas, todo muy bien puestecito, limpio, elegante y muy al gusto de la gente de bien.
Me paro en el pueblo y busco un restaurante un poco apartado del meollo. No me puedo ir de la zona sin comer unas sardinas y beber un vinho verde y Cascais parece un buen lugar para eso. Resulta que el vinho verde es con aguja. Tipo cava subido de gas. No lo sabía. Bueno, bueno. Me pulo una jarrita de medio litro. Las sardinas… un bien del cielo por más que nade en el mar.
Llego a Estoril en menos de una hora caminando. Lo mismo mismamente que Cascais o más elegante todavía. Comme il faut. El paseo, las olas, la playa de Tamariz… El Casino, mal, decepcionante. Feote. Un montòn de mansiones hablan de dinero viejo y, quizás, también de lejos, de alguno de esos países que he pateado en los últimos 9 meses. El colonialismo dió dinero.
Son ya las 5.30. Toca volver. Un viajecito en tren, aunque sea corto siempre apetece. Y, puestos, después de un nuevo día en Lisboa lleno de noticias cada vez más angustiosas sobre el puñetero coronavirus, dictada ya Alarma Nacional tanto en Portugal como en España, vuelvo a coger el tren y me planto en Oporto. No se qué debo hacer así que tomo posiciones acercándome a la frontera española por Norte y Este a la espera de acontecimientos. Hay que ir día a día y no precipitarse porque no está el horno para bollos…
Me encanta la descripción del viaje. Hace años estuve en Portugal. Lo
He recordado con mucho afecto. Las fotos, muy bonitas. Gracias por compartirlo. Nos conocimos en Amics de la UNESCO, en la fiesta de los 60 años.
Seguire tus rutas con interés
Hola Mª Teresa. Muchas gracias. Contento de que te guste el post y de que te devuelva bonitas experiencias. No te recuerdo de la inauguración porque había mucha gente 😊 pero encantado de reconocerte. Una saludo.