Tocan 24 horas de viaje de avión, de las cuales 16 son escalas en 3 aeropuertos diferentes. Observo la gente que va y viene, escribo y, con el dinero mozambiqueño que me ha sobrado, ceno una hamburguesa y 2 vasos de vino en el aeropuerto de Maputo. Ya lo he dicho antes y lo repito: me encantan los aeropuertos.
Eso sí, estoy descuajeringado. Me cuesta cargar mi mochila. Las carreteras y la montaña africana me están superando. Se me acaban las pilas, me duelen las piernas, las ingles, las lumbares… Y estoy harto de bichos y picadas. Pero sigo adelante. Siempre adelante.
Ya en la capital de Madagascar, Antananarivo. Bonito nombre y, por fin, después de patear África oriental de arriba a abajo, casi puedo decir… bonita ciudad. Me ha costado recorrer 5 países africanos, 3 meses y medio de viaje y más de 3.000 Km, para encontrar un núcleo urbano con encanto.
No es que no haya miseria y suciedad, al fin y al cabo sigo en África y, de eso, hay a montones en todo el continente. Y aquí es de la más dura, con niños harapientos viviendo en la calle y rebuscando entre los ríos y montañas de porquería. E inseguridad también. En mercados y estaciones hay más carteristas que moscas. Y polvo, y caos y polución a tope.
Quizás, también puede ser cierto, le encuentro la gracia a esta ciudad porque tengo ya las emociones tan requemadas que estoy acostumbrándome a lo que no debiera, a las imágenes de pobreza extrema, a lo caótico, a las desigualdades, a la falta de comodidades, a la basura… No las asumo ni integro, no me son propias, pero es cierto que forman parte de mi cotidiana realidad.
No sé, pero «Tana» es una metrópoli por la que me resulta agradable pasear. Hay plazas bonitas, algún monumento con cara y ojos, el Palacio Real y todo el encanto del barrio alto, el jardín Ambohijatovo, mercados auténticos y, sobre todo, un atractivo y babélico crisol de razas, desde caribeños con facciones malayas a negros achinados.
La capital de Madagascar es una ciudad mil leches. El sabor francés de la colonización está presente en todos los rincones, desde en el idioma hasta en los croissants y las baguettes que venden en cada esquina, pero también la influencia asiática de sus primeros pobladores dejó a sus habitantes ojos rasgados, sopas y arroces orientales. Árabes, polinesios, chinos, africanos y portugueses, así como piratas de todos los mares han dado a Tana un aire cosmopolita que no tiene ninguna otra capital africana.
Estoy alojado en una tranquila guesthouse delante mismo de los jardines Ambohijatovo con sus preciosos jacarandás de flores violetas, el árbol protagonista del color de la ciudad y, con el nuevo día, me pego una paliza de 7 horas ladera arriba y ladera abajo. Aquí todo sube y baja.
Mi compañero de viajes, Ramón, viene a pasar 10 días conmigo así que he de organizar con cierto adelanto su visita. He de dejar de lado mi improvisación mediterránea porque tan poco tiempo juntos exige un poco de orden y concierto. Billetes de transporte, alojamientos, actividades… En una jornada, mientras exploro la ciudad, lo tengo todo a tiro.
Y a la mañana siguiente me acabo de hacer una idea de esta pequeña capital con otro trekking urbano de más de 5 horas que me confirma su atractivo. O por lo menos yo se lo encuentro, que para gustos, ya se sabe…
Casi todo lo hago a pie, claro, pero me hacen gracia los taxis. Son baratos y he utilizado un par, al llegar y al irme, para no cargar con la mochila. Son Citroën 4 CV destartalados con más de 50 años en sus culatas. También Renault y Peugeot sacaron tajada del mercado de la colonia allende los mares, obviamente. África es un magnífico mercado de 3ª o 4ª mano. Parece mentira que esos honorables ancianos se mantengan todavía en activo aunque lo más normal es que, a medio trayecto, se les rompa la caja cambios o, simplemente, que llegue la noche y no les funcionen las luces.
En Madagascar todo está tirado de precio si vives sencillo. He comido por menos de 1 euro una sopa vietnamita de fideos y pollo con una coca cola, y un bus para hacer 300 km cuesta 6 euros. Y eso que aquí hay una tremenda carencia de combustible que se traduce en colas en la gasolinera cada vez que llega un camión y que la coca cola, igualita que la nuestra, está por las nubes… 20 céntimos la botella. Es curioso que el mismo producto tenga precios tan diferentes según donde lo compres. Cosas del capitalismo, supongo.
Y me voy hacia el Parque Nacional Andringitra. El viaje de Antananarivo a Finaransoa, lo más cerca del Parque para lo que he podido encontrar transporte, es tranquilo. Tengo un asiento para mi sòlo, en la fila trasera de 4 plazas del microbus, lo cual supone casi un metro cuadrado de espacio vital y eso aquí es un lujo. Duermo plácidamente buena parte de la noche a pesar de que la carretera es diabólica y los botes me castigan los riñones como un martillo pilòn. Es ya la costumbre. Llegado a destino, tengo que buscar transporte para Ambalavao, puerta de entrada al Andringitra. Mi intención allí es subir a la cima del Pic Boby, la segunda montaña más alta de Madagascar y lo más alto que se puede llegar caminando en esta isla.
A las 6 a. m. llego a Finaransoa, tomo un café, me subo a un taxi-brousse, así les llaman aquí a las chapas mozambiqueñas, y me planto en Ambalavao a las 9 de la mañana.
Allí empiezo otra vez una gymkana para encontrar, primero alojamiento, después guía e infraestructura para hacer el Pico Boby y, por último, dar una vuelta de reconocimiento por el pueblo y reponer piezas de equipo, Pim, pam, pum. Hecho, hecho y hecho todo. Mañana salgo de trekking.
Ambalavao es un pueblo interesante. Con una iglesia como de barrio rico, casas con una construcción muy especial, un mercado chulo y, sobre todo, los betsileos, la etnia mayoritaria en esta zona. Lo colorido de sus vestimentas hace pensar más que estás en una playa caribeña o polinesia que rodeado de montañas.
A las 17 horas hago breafing con mi guía y comentamos pormenores del trekk en el que, desde aquí, Ambalavao, recorreremos el Valle de Tsaranoro, subiremos al Pico Camaleón y, después, pasaremos al P. N. Andringitra donde haremos, si todo va bien, cima del Pic Boby. Cinco días en las montañas. Me muero de ganas.
Ahora que pienso he empezado diciendo que estoy descuajeringado y acabo diciendo que me voy a dar brincos por la montaña. Pues sí, es cierto lo uno y lo otro y reconozco que muy normal no es, pero es que tengo una necesidad de vivir rápido que no me deja parar. No sé donde tengo el botón pausa y no tengo tiempo que perder lamiéndome las heridas. El Mundo es enorme, hay 1.000 cosas que hacer y la vida es un suspiro. Hoy estás y mañana no estás. Es así de sencillo.
Creo que fue Groucho Marx que dijo aquello de «Voy a vivir para siempre o moriré en el intento». Me gusta.