Marruecos (y 2) Sueños y pesadillas.

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«Por más real que sea, cualquier realidad que vivimos hoy ha sido ayer una fantasía, sea sueño o pesadilla». Emmanuel Rivera Méndez. 

Sigo en modo diferido. En este caso, recuerdos de mis segundo y tercer viaje a Marruecos, dos y cuatro años después del primero, respectivamente. 

Del segundo viaje recuerdo una anécdota desagradable. No iba solo, fuí con una amiga, en teoría muy viajada pero…

Tras alquilar un coche en Marrakech tomamos la carretera hacia el Atlas con un coche alquilado. El paisaje era de lo más insulso y árido y mi compañera, supongo que de puro aburrimiento, bajó la ventanilla y empezó a hacer fotos de un acuartelamiento militar. No me dió tiempo a decirle nada. Ella, simplemente, sacó la máquina de fotografiar como John Wayne su pistola y empezó a disparar a todo quisqui. Inmediariamente le pegué el correspondiente grito pero, entre los primeros segundos que ya habían pasado y los que pasaron cuando, todavía con la máquina en ristre, me contestó el típico «¿¿¿Por qué???», ya se había liado parda. 

Un jeep cargado de militares salió del acuartelamiento a todo gas con la sirena ululando intimidatoriamente. Yo solté el típico «¡Me cago en diez!», ya más de fastidio que de cabreo. Y es que cualquier viajero sabe que, por estos mundos de Dios, nunca, nunca, debes fotografiar una caserna del ejército, una estación de policía, una aduana ni nada que huela a oficial. Lo dicho: ¡Me cago en diez!

Paro inmediatamente en el arcén y me preparo para aguantar estoícamente lo que pueda pasar a partir de ahí. El que parece el jefe de la patrulla nos hace bajar, empieza a gritarnos en árabe y, tras asegurarse de que no entendemos nada, sigue escupiéndonos palabras en un buen francés. El mensaje es obvio: está prohibido hacer fotos a instalaciones militares, nosotros somos, además de unos pardillos estúpidos, peligrosos espías, ellos nos han pillado in fraganti y tenemos que darle los pasaportes, la cámara y acompañarles a la caserna. Nos cachean, nos meten en el jeep y el coche queda abandonado en la cuneta. 

La cosa fué muy, muy tensa, pero no pasó a mayores. La incomodidad de 5 horas de esperas e interrogatorios alternativos, la pérdida de un carrete de fotos y poco más. Sí, no hace tantísimos años existían unas cosas que se llamaban «carretes de fotos». En esa época, como ahora, las relaciones España/Marruecos eran buenas y los marroquíes hacían buen acopio de divisas con el turismo español así que, supongo,  no nos aplicaron más que un ligero correctivo para saciar su chulería. Eso en países del África negra es más peligroso y puede resultar muy caro porque ahí hay más miseria y la miseria encabrona mucho. 

Por el contrario, de mi último viaje al vecino Marruecos no guardo más que buenos recuerdos ya que fuimos, con mi hijo Ramón, únicamente 3 días para la boda de mis amigos Fina y Josep Maria. Si, si, 3 días de boda bereber imparable, impagable e inolvidable. Al cabo de un año todavía hicimos una comida todos los invitados con una camiseta con su foto y bajo el lema «Yo sobreviví a la boda de Fina y Josep Maria». Una pasada. 

Comidas y cenas en campamentos, oasis y hoteles de ensueño en medio del desierto, excursiones en 4×4 por las dunas, juergas bajo las estrellas, amaneceres y atardeceres de película… Sin duda alguna la mejor fiesta de mi vida con el momento álgido de la aparición de los contrayentes en el comedor llevados en volandas dentro de sus tronas en unos palanquines enjaezados y acompañados de esos sonidos guturales bereberes que se meten en tus terminaciones nerviosas como los de frenazos preaccidentales. Ella, guapa del todo y más ya de por sí, vestida de novia bereber con la más radiante de las sonrisas era como una aparición idílica y ensoñadora. El, un ser de una serenidad y bonhomía atávica, feliz y en su salsa norteafricana curtida en mil carreras por el desierto y con la consciencia de la felicidad en su cara grabada con consistencia de para siempre jamás. Una imagen de momento y lugar únicos, privilegiados y legendarios. 

Compartí todo eso con un montón de gente rendida a la sucesión interminable de instantes valiosos pero, especialmente, con 2 personitas importantes. La una, mi hijo, Ramón, que por aquel entonces tenía como 8 añitos, con el que recuerdo un momento tremendo cuando nos alejamos solos de un campamento de haimas adentrándonos en el desierto unos metros para contemplar, juntos y en silencio, un cielo abarrotado de estrellas como el que ni había visto ni veré nunca más. La otra, Teresa, una amiga de las eternas en la vida, de las que siempre han estado y siempre estarán, perlas rarísimas que brillan en una existencia con el valor de lo esencial. 

En fin, una pasada de viaje, un abarrotamiento de instantes mágicos sin solución de continuidad, un no parar de vivir lo extraordinario y un hartón de caminar por el filo de una realidad fronteriza con el sueño. 

Y el resto de Marruecos, carreteras ganadas al desierto, cañones áridos como heridas en tierras ya muertas, palmerales de espejismo, mercados alucinantes, pueblos misérrimos, palacios con impresionantes lujos orientales, fantasmagóricos kasbahs, ksars amurallados, cabras trepadoras, camellos majestuosos, gente dura, playas ventosas y todo envuelto en puro ambiente de un Mundo muy diferente al ladito mismo del nosotros. 

Si, un viaje muy cerca y muy lejos. Me pregunto si volveré algún día…

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