Hoy hace 101 días que estoy viviendo África. Viaje difícil, intenso y, ya lo decía hace un par de meses, cuando empezaba a vislumbrar esta parte del continente, muy revelador.
Tan difícil es que, aunque estoy a más de 10.000 km de casa, en África solo he recorrido unos 3.500, algo así como 35 km al día. Es una atmósfera de otro planeta, mucho más densa.
Tan intenso está siendo que siento como si hubiera vivido 10 días por cada 1 de los aquí respirados, con aventuras y encuentros que han requerido darlo todo y más, física y mentalmente, tanto mientras acaecían como cuando intentaba digerirlos y recuperarme para seguir adelante.
Y tan revelador me resulta que está produciendo movimientos sísmicos en mi interior que van, desde la sorpresa, hasta la vergüenza de especie. Tal cual.
Escribiré sobre eso cuando acabe el periplo africano. No es todavía hora de conclusiones. Ahora tengo ganas de cosas sencillas. Hay que seguir volando, con cuidado, poquito a poquito.
Recuerdo una frase de la que aquí, en África, a veces he tenido que echar mano: «El barco está más seguro en el puerto, pero no es para eso que se construyeron los barcos». A mi me va que ni pintada.
Ya estoy en Pemba, Mozambique. Nuevo país, nuevas sensaciones.
Desde finales del siglo XIX, con el reparto del pastel africano por las potencias europeas durante la Conferencia de Berlín, Mozambique le «tocó» a Portugal que ya estableció una verdadera ocupación militar durante casi 100 años y, hasta ayer mismo, está tierra ha sido continuadamente pasto de la violencia.
Desde que Vasco de Gama desembarcó, Portugal controlaba el comercio de la zona, especialmente el del oro. Una Guerra de Liberación de casi 10 años hasta 1975 e, inmediatamente, una sangrienta guerra civil, no han dejado levantar cabeza al país, como a muchos de este continente. Sòlo hace 4 años que, por fin, Mozambique fue declarado libre de las minas antipersonas que sembraban todo esta tierra, como herencia de la guerra, con los crueles resultados que se pueden imaginar. Un puto desastre.
Hoy, Mozambique tiene todavía una situación complicadísima con una propagación del SIDA apabullante, problemas con incursiones de grupos islamistas en el norte, con alguna ciudad, como Nanpula, consideradas como de las más peligrosas de África, una corrupción disparada y disparatada y con lacras sociales ancestrales como la hechicería, que todavía utiliza órganos humanos sobre los que hay una verdadera industria salvaje y bandida, para sus pócimas y ceremonias. Un panorama guapo.
Me apunto con Angelo, el encargado de mi Lodge, a acompañarle de compras. Vamos al puerto a por queso, cargamos carbón en una especie de favela y nos paramos también en el mercado de frutas y verduras. Allí ya me quedo para pasear.
Resulta curiosa esta ciudad. Enormes barrios de chabolas que parecen hechos de polvo y barro, zonas coloniales totalmente abandonadas, la playa como centro de ocio de las familias…
Paseo por el barrio colonial. Aquí salta a los ojos la otra cara de la liberación de África: los edificios, las carreteras, los servicios y las infraestructuras que montaron los portugueses no se han tocado desde hace más de 50 años. Desde que les echaron, vamos. Los europeos se fueron por patas, se acabó el mantenimiento y la ciudad es de una decrepitud absoluta. Los vencedores conquistaron la libertad y no saben qué hacer con ella. Todo tiene su cara y su cruz. Todo es relativo. El tiempo ni da ni quita razones, solo transcurre sin más dando vueltas y vueltas en el reloj y moldeando los matices de la Historia.
Llego a la playa. Es de color verde esmeralda, con aires cubanos o brasileños, y ahí sí, ahí ya no hay dejadez y los caserones y resorts son oasis en el desierto para gozo y disfrute de blancos y negros ricos. No sé si se acabó el colonialismo o sòlo se pintó la cara.
El paseo bajo el sol recalienta mis mecanismos y me doy un baño en una piscina natural con profundidad de bañera de bebé y agua calentita que da para intentar morenear un poco el cuerpo. Mis marcas de gitano en cara y brazos y mi lactante palidez del resto del cuerpo que no ve el sol, combinadas con mi delgadez biafreña, supongo no cumplen ni el más mínimo canon de estética. Aunque eso está muy detrás en mi lista de prioridades, reconozco que un pelín de bronceada uniformidad puede ser hasta exigible.
Encuentro aquí cosas que hacía muchísimo que no veía, como aceite de oliva o galletas Oreo y, mira, me resulta agradable. También tengo, y ni me había planteado que pudiera tener, agua caliente en la ducha. A medida que voy bajando hacia el sur de África parece que, en lugar de alejarme, me acerco a casa y recupero cotidianidades placenteras. Es un espejismo.
También la gente es ya diferente. No agobia. Quizás el idioma, suave de por sí y más próximo al mío, tenga algo que ver. Aquí les entiendes, hablan tranquilo y te saludan sonriendo como felices de verte sin hacer que te sientas como un dólar rodando por la acera.
Camino y camino por la inmensa playa hasta que me sorprende encontrar un antiguo y simplísimo faro que algún día sirvió para algo y que me resulta entrañable, a saber por qué. Pienso que un día ese faro fué una obra importante, quizás salvo vidas en el mar… Hoy sòlo ocupa un espacio. Justo encima de él veo, muy pequeñita, la luna en cuarto creciente. Así de lejos veo yo mi tierra. Cae el sol en Pemba y toca retiro.
Nuevo día y me voy, otra vez, a caminar a Ningún Sitio. Es un lugar donde siempre pasan cosas y hay sorpresas sencillas, muy sencillas, maravillosamente sencillas, como a mí me gusta. Más mercados, niños ya jóvenes saliendo de la escuela, la vida en las polvorientas favelas bajo el cielo claro…un niño escarbando entre la basura… África.
Pemba está visto. Próxima parada, Isla Mozambique, el lugar que dió nombre al país. A ver qué encuentro.