Myanmar (3) Hsipaw. En el corazon del estado Shan.

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Un viaje es la mejor forma de encontrar salida a los laberintos en que a veces nos metemos en la vida. Cuando estás en lo que ahora se ha dado en llamar un “bucle negativo», permanecer en el hábitat del problema es darte cabezazos contra la pared. Un viaje, más o menos largo, más o menos lejos, destensa las meninges y libera el espíritu. No sé exactamente el por qué, supongo que se trata de una cuestión de perspectiva.

Puedes tomarlo como un remedio de la abuela, pero es efectivo, cuesta lo mismo que un psicólogo y los correspondientes antidepresivos, ansiolíticos y similares, y no tiene efectos secundarios negativos. No se trata de una semanita en Benidorm, pero tampoco es necesario dar la vuelta al Mundo. Es darte un tiempo y un espacio. A poder ser, solo o sola, eso sí.

Alguien dijo: «La respuesta está en un viaje. No importa la pregunta»

Llego a Hsipaw tras un palizón de 15 horas en un bus con asientos diabólicos. Tengo el culo cuadrado. He salido a las 3.30 pm y veo salir el sol poco antes de llegar.

Hsipaw como ciudad, desde dentro, no tiene grandes atractivos. Mucho chabolismo, un bonito rio enmarcado en montañas, las consabidas pagodas, un mercado y, eso sí, como en todo Myanmar, montones de sonrisas y buena gente. En cambio, si te subes a la Sunset Hill, es una foto espectacular. Ya lo deciamos: cuestión de perspectiva.

Jordi se ha ido ya a Mandalay. Sigue su camino. Lo hemos pasado bien. Ahora viene conmigo René que, aunque lo parezca por el nombre, tampoco es francés, sino austriaco. Simplemente, a su madre le gustan los nombres en francés. Le conocimos en el bus, es abogado y tiene 31 años. Ha perdido el trabajo, ha dejado una relación y se ha regalado un par de meses de viaje para pensar. Sigo encadenando amigos de viaje. Unos vienen, otros se van. Guillermo, Encarna, Jordi, René,… A este paso voy a perder mi trabajado y merecido prestigio de asocial.

Otro trekk, otro grupo. Esta vez somos 7, y vienen de Francia, Estonia, Malasia, Austria y Sudáfrica.También jóvenes y también, quien más, quien menos, todos agradables y educados. El guía, un birmano de la etnia Thai que no para de hablar, es delgaducho en extremo, muy atento y profesional. Pienso que será un paseo tranquilo…y me equivoco.

La chica de Malasia, un encanto de criatura, pequeñita, redondeada y con gafas, a las 2 horas ya no puede con sus huesos y retrasa al grupo. El camino está, como no, embarrado a tope, y Jen, que así se llama, resbala constantemente y se da unos costalazos considerables. Ella se desespera y el guía más. Cojo a la chavala y le digo que me de la mochila y que se quite los zapatos, unas bambas inaceptables para trekkear. A partir de ahí, con paciencia, vamos tirando. Me va dando las gracias cada dos pasos hasta que le digo que se calle, que se concentre y tire. Una parte de cariño, dos o tres golpes de severidad y un poquito de sicología trilera de montaña y la chavala llega a destino más contenta que unas pascuas. A mí, cargado con unos 12 kg entre las 2 mochilas, el día se me ha hecho largo. El guía me pregunta que hago para tener esta vitalidad. Le contesto que no es una cuestión de entreno ni de alimentación, si no solo la falta de sexo. Todos ríen, pero, a lo peor, es verdad.

Llegamos a la aldea donde haremos noche a las 14.30 tras 6 horas de caminata por campos de arroz, plantaciones de te y trigo, bosques y colinas con alguna subidita nada desdeñable.

Para comer nos preparan un delicioso ‘rice curry», un plato típico de Myanmar que consiste en arroz y varios platillos con diferentes especialidades, todas para chuparse los dedos. Hojas de pimienta con ajo, hojas de té con cacahuetes, patatas con calabacín… Otra degustación gastronómica para alucinar. Con nada consiguen unos resultados espectaculares. Es curioso porque me habían dicho que en Myanmar se comía mal. Cada uno explica la fiesta según le va.

Por la tarde damos una vuelta por la aldea. Es un poblado montañés de la etnia Palang custodiado a la entrada por una guardia personal de imponentes árboles milenarios. Son unas 200 humildes casas, una pequeña pagoda y un magnífico monasterio budista de madera y cañas con techo de hojalata. El entorno es puro bosque.

La sencillez de la vida de esta gente es sobrecogedora y la comparación con nuestra sociedad de consumo inasumible. Te remueve por dentro como para pensar que la injusticia en el Mundo es de tal entidad que no puede existir ningún responsable más allá porque, si existe, es para renegar hasta quedarte sin garganta.

Allí se levantan con el sol, se ponen un cesto a la espalda, cogen una azada y salen al campo a trabajar hasta el atardecer. Cargados de hijos, viven en la misma chabola juntos y hacinados hasta 4 generaciones, no tienen ni agua corriente, ni lavabos, ni televisión, ni más luz que cuatro bombillas. Se espabilan con 4 cacerolas, un fuego en el suelo, una cuchara para cada uno y lo que les da la tierra que cultivan para comer. Se reúnen en un colmado que tiene un aparato de música o en la pagoda, se distraen moliendo té, se lavan en la fuente, sus utensilios de trabajo son del siglo XIX y los niños juegan con una caña que utilizan de caballito. No saben lo que es un frigorífico ni les importa un comino, jamás han visto un cine, ni unos grandes almacenes, ni un estadio deportivo, ni una autopista. Nunca cogerán un avión ni un barco, nunca irán a un concierto, ni a la playa, ni a la nieve, ni a un restaurante…Y viven. Y son felices sin más. Y sonríen.

Y de cenar otro rice curry sin desperdicio. Esta vez lentejas amarillas, pollo asado, raíces de maíz y otro plato inidentificable. Salgo a la terraza y la señora de la casa está lavando los platos. A su lado, el marido ata las patas a una gallina, le corta el pescuezo y recoge la sangre en un cazo. Tira la gallina en una jofaina donde agoniza retorciéndose. Hay luna llena… No, no. No creo que tenga nada que ver la luna y el degüello. Es solo.para cambiar de tema.

Me meto al coleto un vaso de vino de arroz y me duermo en un santiamén. El día ha sido más duro de lo que pensaba.

Me despierta a las 5.30 a.m. un gallo tempranero. Tengo los hombros un pelín destartalados pero todo esté en unas condiciones aceptables. Un desayuno ligero, una limpieza general como los gatos y al camino. Nos despedimos del pueblo desde una atalaya con una magnífica vista. La jornada resulta, hoy sí, muy tranquilita. Ya me he acostumbrado al peso. A  las 11 h estamos en unas terrazas en la base de unas cataratas donde nos refrescamos tras 18 km más. Jen ha marchado bien. Un poquito de energía positiva ha sido suficiente.

Llegamos a Hsipaw y, después de una ducha reparadora, me da tiempo para ver la puesta de sol. Paz y silencio.

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2 COMENTARIOS

    • Hola Isabel! Te puedo asegurar que no. Con poquito se puede ser muy feliz. Pero…el problema es que, igual que el tabaquismo o el alcoholismo, el consumismo nos acostumbra y adicciona a mil cosas hasta que su carencia nos produce un «mono» o necesidad síquica y casi física de la que es complicado salir, muy complicado. Ese es el sistema en el que vivimos y el que nos hace débiles, víctimas propiciatorias para la depresión, la ansiedad y todo tipo de neurosis que son ya la peste del siglo XXI. Tengo que escribir sobre eso… Un besazo.

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