Myanmar (y 5) Un Uposatha en Mandalay. Amanapura.

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En viaje, cada uno pone su intuición, su curiosidad, su actitud, interactúa con el entorno y la vida va tejiendo para él, puntada a puntada, un viaje a medida.

Yo quería pasar mi último día en Myanmar tranquilo, encerradito en el hostel organizando mi próxima etapa, pero…

Al llegar a Mandalay me doy una vuelta y me paro a hablar con el propietario de un restaurante. Me explica los platos de su carta y quedamos que quizás vendré a cenar. Voy por la noche, el señor pregunta si se puede sentar conmigo para practicar ingles y le respondo que encantado. Hacemos buenas migas. Me dice que mañana es un día importante en el budismo, una especie de Sabbath, y se ofrece a venir a buscarme al hotel para ir a Amanapura donde, me explica, se celebra una ceremonia especial.

Naturalmente, me apunto. Soy fácil de convencer.

A las 8 de la mañana, Win, que así se llama mi nuevo amigo, está puntual en la puerta del hostel con una moto, me monto, y nos vamos para Amanapura, la “Ciudad de la Inmortalidad”. Son poco mas de 10 km desde Mandalay.

Los Sabbath o Uposatha son, coincidiendo con las fases lunares, días de “especial observancia” de preceptos budistas que, en esencia, coinciden bastante con los cristianos. Teoricamente, son días de meditación y abstinencia relativa, una especie de lo que era nuestro domingo hace más de medio siglo. En realidad, a los budistas les gustan tanto los festivales que los  Uposatha son más días de fiesta que de recogimiento, aunque digamos que también de eso hay algo. Se trata de no decir mentiras, no ser violentos, no robar, abstenerse, más o menos, de sexo, moderarse en la comida, hacer meditación, etc, etc.

Hablando de meditación, una curiosidad: en el bar del hostel, después de cenar, me encuentro a Renè, mi amigo austriaco. La meditación en el monasterio le ha durado muy poco.

Win me lleva a visitar Mahamuni, un templo grandioso con un buda enorme al que la gente reverencia y cubre, literalmente, de oro que compran en láminas allí mismo. El lugar es una feria, una verbena, un parque temático del budismo. Resulta curioso ver la cantidad de dinero que mueve la religión. La gente cree que con dinero se soluciona todo, incluso la vida después de la muerte. El tema tiene guasa y dice mucho del ser humano.

Ya en Amanapura, Win me lleva a más templos, al lago Taung t’ha man y a pasear por el U Bein bridge, un puente de madera de más de 200 años de antiguedad. Al final, asistimos a la ceremonia del Uposatha en el monasterio de Maja Ganayon Kayaung. Allí, cientos de monjes y novicios desfilan solemnemente para recoger sus raciones de arroz mientras la gente les va dando dulces, bolígrafos y algo de dinero para contribuir a su alimentación y formación.

La  jornada es intensa y abarrotada de sensaciones.  Nada que ver con lo que había planeado. Win, empeñado en darme una clase exhaustiva de su religión y su ciudad, no me deja ni respirar. Súbete a la moto, bájate aquí, mira allá, quítate los zapatos, vuelve a ponértelos… Y no para de hablar ni un momento. Es agotador.

Después de comer, cruzamos el río por el Ava Bridge para pasar a Sagaing, el pueblo vecino, y subimos a la colina que lo preside para tener una vista de cientos de relucientes pagodas que salpican la ribera.

En la Academia Internacional de Budismo (sí, eso existe), sin un solo occidental a la vista, aparece una moto y, como no, de paquete viene…Renè. Le pregunto muy serio si me está siguiendo y nos partimos de risa.

Volvemos a Mandalay por otra carretera, pasando por el Royal Lake, lloviendo, a sacudidas entre un tráfico de hora punta en capital asiática, lo cual tiene más peligro que una estampida de bisontes aterrorizados por un incendio en la pradera. Me agarró los machos y me encomiendo a todos los santos. Los frenazos y los bocinazos me mantienen con los ojos como platos aunque me gustaría cerrarlos. Me siento totalmente en manos del destino.

No sé cómo, pero desde luego milagrosamente, a las 5 de la tarde llegamos al hostel. Me bajo y tengo la tentación de tirarme de rodillas al asfalto y besar la tierra como si hubiera sobrevivido a un naufragio. Tengo las piernas como después de haber galopando a lomos de un caballo salvaje durante 10 horas, y camino como un vaquero de 90 años. Win me ha dejado hecho polvo. ¡¡¡Madre de Dios que viajecito!!!

Naturalmente, voy a cenar con Renè porque, si no quedamos, nos vamos a encontrar igual. La ensalada de berenjena con cebolla y cacahuetes del restaurante de Win está de vicio. Y con eso y una tempura de pescado y verduras hago mi última cena en Myanmar.

Ahora sí me voy. A Tailandia, nada menos, el Reino de Siam.

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