«Unos lloran con lágrimas, otros con pensamientos». Octavio Paz.
Para hablar de Suiza, por más niebla que enturbie mi memoria, tengo que hablar de esquí, y de eso hace ya algunos ayeres…
Yo estuve casado y me fué bien. Muy bien diría yo. Ella, Rosa, era, y es, una gran mujer y tenemos en común un hijo estupendo. ¿Qué pasó? Pues no sé. Quizás es aquella frase, creo que ya la he citado en algún otro lugar: «Los barcos están más seguros en el puerto pero no fué para eso que se construyeron». Después, quizás me pasó como a Alejandra Pizarnik: «fué demasiado lejos en la soledad y supo, tuvo que saber, que de allí no se vuelve.»
De novios habíamos ido a Zermatt, junto al Matterhorn y fué un viaje un tanto hándicapado por razones que ahora no vienen al caso. Quizás otro día. Me apetece más escribir de cuando, estando ya casados, fuimos a bajar esquiando el Mont Blanc. Bien, eso no es estrictamente cierto, porque aunque sí se puede hacer, con un nivel alto de esquí, y el mío solo es correcto, yo no estuve en la cima del Mont Blanc, si no al ladito, en el Valle de Chamonix, bajando una de sus pistas más míticas, L’Aguille du Midi (3.842 metros) que desciende por diversos itinerarios hasta el glaciar de la Vallée Blanche.
Mi ex mujer es médico, vivíamos en Girona, aunque yo trabajaba en Barcelona, y muchos de nuestros amigos comunes eran sus compañeros de profesión. Así fué como organizamos esa escapada de fin de semana largo con otras 2 parejas de sanitarios. La atención médica, si algo salía mal, la tenía garantizada.
Típico y coqueto apartamento de madera para 6, encantadores restaurantes con carnes frías, encurtidos y fondue, apabullantes paisajes alpinos nevados y para arriba en teleférico…
Estoy hablando de hace… 30 años (¡¡¡qué horror!!!), así que no recuerdo todos los detalles del descenso pero sé que se trataba de bajar, con las paradas correspondientes, en unas 5 horas. Sí tengo presente que la experiencia de llegar allí, ponerte los esquís con una vista increíble y acongojante a todos los Alpes franceses, suizos e italianos, con el enorme Mont Blanc como quien dice en los morros, es de algo más que cosquillas en el estómago, y que los primeros kilómetros fueron un disfrute considerable. Me inquietaba, eso sí, que de vez en cuando, sin señalización alguna, te encontrabas un agujero, grieta o sima, en medio de la pista. Ya nos lo habían advertido y al entrar había instrucciones claras al efecto.
No sé cómo estará ahora el tema pero, en aquel entonces, nos dijeron que no señalizaban esas grietas una a una porque cada noche salian de nuevas sin solución de continuidad y, no dando a basto, tenían la curiosa teoría jurídica de que, al ser accidentes naturales, no intervenir suponía ausencia de responsabilidad mientras que, si lo hacían, no tener una nueva grieta controlada y, por tanto, asegurada, implicaba que, en caso de accidente, la estación era directamente responsable de los daños. Así que, en resumen, les importaba un bledo que te partieras una pierna mientras no tuvieran que pagarla. No sé pero, total, se trataba de estar atento y no ir a piñón fijo a toda mecha.
A medio camino se me rompieron las fijaciones de uno de los esquís y ahí sí que ya se acabó la diversión. El resto del descenso fué un coñazo de 7 horas con continuas caídas y un constante peligro de descalabro. Las agujetas al día siguiente fueron de las de agárrate y no te menees.
Más tarde dejé el esquí por una lesión, como no, pero volví a Suiza y recuerdo, quiero recordar, un viaje a Lausanne, una ciudad magnífica donde pasé un fin de semana largo en una escapada romántica en tren, esta vez ya separado y sin compromiso.
Lausanne es una pequeña ciudad de poco más de 100.000 habitantes, construida en 3 colinas a orillas del Lago Lemán y con un desnivel de 500 metros. Es la sede del Comité Olímpico, lo cual es cierto que te puede interesar más o menos, pero su casco antiguo, con calles y callejuelas empedradas, con restaurantes y comercios elegantes y con personalidad y todo el conjunto, presidido por la catedral gótica de Notre Dame, es imperdible. Y hablando de comercios… ¡Qué bombonerias! Una gozada.
Fueron días bonitos, buena conversación y mucho cariño, con largos paseos y una escapada a Montreux donde recalamos un día y una noche en un hotel frente al lago. Ella era una mujer delgada pero muy fuerte, luchadora, con el pelo corto a la francesa tintado de granate, muy empordanesa, vital, independiente y con una sonrisa embriagadora. Fumadora empedernida, eso sí.
Sin apellidos, aquella amiga se llamaba Cati, otra gran mujer, que falleció, no hace mucho, sin cumplir los 50 años tras una dura batalla de varios años contra el cáncer. Por eso me apetecía mucho escribir ese recuerdo, en su memoria, y en el de los muchos que perdieron esa batalla, deseando muchísima fuerza a quienes ahora la están librando.
Sin ninguna obligación ni compromiso, en épocas con mayor y en otras con menor habitualidad, nuestra relación en uno u otro nivel duró 5 ó 6 años y, después, no supe nada más de ella durante otros tantos hasta que un día me llamó y me dijo lo que le pasaba. Durante los últimos 6 meses de su vida tuvimos un par de conversaciones tremendas. Supongo que la cercanía de la muerte, sobre todo si es por culpa de una enfermedad larga, con tiempo para asumir y hondo agotamiento, te da una entereza, serenidad o resignación a la que los demás, los afortunados, nunca podemos llegar. Hablamos en sus últimas semanas de anécdotas vividas en común, como este viaje, de valores, de convicciones y de la necesidad de renunciar a la tristeza. Su hija me llamó para darme la noticia. Ella murió, un 18 de julio fuí a su funeral y hoy, como cada vez que me acuerdo de Cati, yo no he sido capaz de mantener esa renuncia a la tristeza.
En realidad todos estamos viajando. La vida es un viaje hasta quién sabe cuando. Y siempre queda corto.