Australia (10) Tasmània (3ª parte) The Walls.

Walls of Jerusalem índuce a pensar en hadas y duendes. Mi naturaleza escorpiniana me hace tan creyente en presencias, espíritus y fuerzas, como agnóstico en su forma y contenido.

Creo en hadas y duendes, pero solo como sensaciones, intuiciones, presagios o inspiraciones, no en sus formas poéticas o holywoodenses. Lo trascendente es incognoscible y no es lo mismo creer en Dios que en religiones con su santo clero, sus ritos, oraciones, mandamientos, premios y castigos.

Walls of Jerusalem es un buen lugar para sentir esas energias.

El minibús nos deja en el aparcamiento que marca el inicio de los trekks del Parque Nacional Walls of Jerusalem. El grupo está formado por 2 guias, una pareja y una señora australianos, los 3 pasando ampliamente las 60 primaveras, un matrimonio neozelandés con su hijo de 10 años y una chica veinteañera que entra a trabajar en la empresa que organiza el trekk y viene a conocer la zona. Y nosotros 2, claro.

La primera jornada es ligera, 4 horas para subir a la base del Parque, con una comida fría a medio camino. Bocadillos de ensalada con pavo y queso. Nos han cargado de peso, eso sí. A nuestros 6 ó 7 kilos de equipaje nos añaden otros tantos entre esterilla, saco de dormir, barritas energéticas, fruta natural y seca, agua…

El campamento está montado en la falda de King Davids Peak y tomamos posesión de nuestra tienda desplegando todo el equipo. Aquí pasaremos las próximas 3 noches. El lugar es paz y silencio y el tiempo es soleado y caluroso aunque nos dicen que, por la noche, las temperaturas bajarán a lo bestia.

No dejo de alucinar de cómo cuidan aquí la Naturaleza. Un detalle: antes de iniciar el trekk hay un aparato, básico pero eficaz, para limpiar y desinfectar las botas. Se trata de evitar que, inconscientemente, transportes al bosque del Parque especies invasoras que puedan perjudicarlo. Por descontado, el campo base està impoluto. En casa habría pintadas hasta en las piedras. Y basura no te digo. La educación australiana sobre este tema es de envidia insana. Tienen clarísimo que su Naturaleza es la base del turismo nacional e internacional y que no pertenece a nadie, si no que es una herencia ancestral que cada generación debe administrar con delicadeza para entregarla a la siguiente en la mejor de las condiciones. Y nosotros con esos pelos, con gente que cree que la Naturaleza es suya y que, por si los árboles no nos dejan ver el bosque, los cortan y aquí paz y después gloria. Ya escribiré sobre eso. El tema del bastardo desprecio de alguna gente por nuestra Naturaleza tiene guasa. Y la pasividad que ante ello adopta la mayoría a pesar de ver como expolian en sus morros el patrimonio de sus hijos y nietos, más todavía. 

¡Coño que si baja la temperatura!  Después de cenar una especie de pasta de arroz con verduras y setas deshidratadas a las 18 horas, empieza la bajada y, a las 20,30, cuando se retira el sol, hace una rasca de…temblores. Yo ya llevo puesta la ropa interior tèrmica, la camiseta y un polar y, en media hora, nos metemos en el saco y adiós muy buenas.

De madrugada nos despiertan unos animales peludos que se lian a mordiscos con la tienda intentando hacerse con la bolsa de provisiones. Solo vemos sombras, así que pueden ser wombats, demonios de Tasmania o perros salvajes. De todo eso hay aquí. Son entre ratas enormes, perracos peludos y ositos pequeños. Los ahuyentamos a patadas. Los muy cabrones nos han dejado un par de vías de aire en la tienda.

La segunda jornada nos pegamos un buen palizón de caminar por el centro del Parque. Salimos a las 7,30 horas, después de un desayuno de algo así como un porridge de cereales. Yo con el café y un plátano ya tiro.

Por la mañana subimos el Monte Jerusalén, una ascensión tranquilita pero que ya nos pone el cuerpo caliente y nos lleva casi hasta el mediodía. Parada para comer otra vez tortitas mejicanas con todo tipo de verde, queso y pavo ahumado.

Aquí ya deserta la mitad del grupo. Nos quedamos con los neozelandeses, la chica nueva de la oficina y una de las guias y nos subimos el Salomon Throne, una montaña preciosa con una tartera final que discurre por una garganta entre la roca. En la cima, hasta donde alcanza la vista sòlo se ve bosque, montañas y lagos. Una visión de la creación. Impactante.

Ya en el valle, a la altura de Damascus Gate, a los neozelandeses les da por proponer subir la montaña de delante, The Temple, para ver cara a cara el Trono. Aquí ya, entre la misma ascensión y los vientos de 50 km/h que amenazan con enviar mi cuerpo serrano a parir panteras, tengo que atajar de raíz un conato de rebelión de mis lumbares apoyadas por buena parte de los músculos de mis piernas cobardes. No llega la sangre al río. Todo el cuerpo me sigue en la ascensión y me trae de vuelta al campamento donde nos espera un aperitivo de canapés de salmón. Total, han sido más de 7 horas de ascensiones varias. Una cena frugal de arroz, con verduras naturalmente, y al sobre.

Hablamos con Ramón de viajes y de ausencias, añoranzas y nostalgias. El lugar inspira a reflexiones y conversaciones profundas. Concluimos que nada es bueno o malo, que todo tiene cara y cruz y que tu actitud ante las relaciones y los estados de la vida les da el sentido y los efectos. En absoluto, como dice la canción, la distancia es el olvido a menos que eso sea lo que tú produzcas. La distancia puede ser el mejor elemento de renovación de fuerza y aire de combustión. Todo va hacia donde tú empujas.

A las 8 de la mañana nos dirigimos hacia los lagos Salome, Peninsula y Sion, subimos el Mount Ophel y atravesamos el Golden Gate hasta Zion Hill. Eso se dice rápido pero es una tralla. Mis lumbares y rodillas siguen haciendo pucheros. Tengo que hacerles ver que su actitud quejosa, llorica y protestona no nos hace ningún bien. Trapecio y deltoides callan y me miran de soslayo a la espera de acontecimientos, pero oigo a mi espalda murmullos que me hacen intuir cierto descontento también por esa parte. Se impone un descanso en próximas fechas.

Llovizna ligeramente y el terreno es húmedo y blando. No hay sendero. A veces pareces caminar encima de montones de paja y otras encima de una enorme esponja viva. Pasas después a saltar de piedra en piedra y acabas en un suelo de quebradizas ramas y raices. Todo eso te obliga a estirar constantemente los músculos y, en un par de ocasiones, el suelo cede y meto la gamba hasta las ingles. Pasamos todo el día caminando en esos terrenos de una vegetación como líquenosa con un precioso colorido.

Nueve horas subiendo y bajando desniveles sin casi notarlo, pero el cansancio se ha ido acumulando y ya hace un buen montoncito. Tras el último petardazo, Zion Hill, todo el Walls of Jerusalem que hemos pateado durante 3 días queda a nuestros pies. Un lugar maravilloso. Sin duda, si las hadas y duendes existen, este es uno de los lugares donde habitan.

A la mañana siguiente bajamos a la civilización. Devuelvo a Ramón a casa en una más que buena forma física, en perfecto estado de salud y con una experiencia de vida más: 4 días sin ninguna comodidad y con toda la belleza salvaje de este mágico rincón del mundo. Y a la mañana siguiente le acompaño al aeropuerto.

No lo digo, pero estoy triste. En cuanto entra en el control de seguridad, no espero ni que desaparezca de la vista. Me giro y me voy rápido. Muy rápido. Desde dentro y para dentro le digo: Adiós, hijo.




Australia (8) Tasmania (1ª parte) Hobart y Bruny Island. Compañero.

Ramón aparece por la puerta del autobús. MadredeDiosydelAmorHermosomecagoendiezyentodoloquesemeneaostrastújoderyaestabienhayparahacerseverdaderascrucesbbbbrrrrrzzzzz!!!!!! ¡Qué ganas tenía! ¡Ya tengo mi abrazo por fin! ¡Seis meses!

¡Bien! ¡Bien!!!!

Pues al tajo, compañero, que el tiempo pasa volando…

Como quien dice sin dejarle ni poner los pies en el suelo, nos vamos a patear la ciudad. Hobart se desparrama desde las colinas que la circundan hasta el mar. O viceversa. Es una ciudad abierta, con más iglesias que supermercados pero menos que bares y pubs, un puerto precioso y un cielo con cara de pocos amigos. También tiene un par de parques pequeñines, como para cubrir las apariencias de capital, pero sin necesidad alguna. Al fin y al cabo, a 20 minutos en bus tiene un enorme Parque Nacional, el Wellington, y toda la isla es pura Naturaleza virgen.

Pues eso, que ya tengo aquí a Ramón, mi viejo compañero de aventuras. Nos vamos a hacer una cena de celebración y coordinamos planes. Un trekk mañana por el Parque Nacional, luego nos iremos un par de dias a Bruny Island,  subiremos hacia Lauceston, a lo que salga o se nos ocurra y, de fin de fiesta, nos pillamos un trekk de 4 días a Walls of Jerusalem. Poco a poco el viaje se irà armando como un puzzle.

En el P.N. Welington, desde Fern Tree donde nos deja el autobus llegamos hasta The Springs por el Glade Track, hacemos el Organ Pipes Circuit, subimos a Pinnacle y nos volvemos a bajar por la otra ladera de la montaña. Total, más de 6 horas. Precioso Parque Nacional e impresionantes los últimos 500 metros hasta la cima del Monte Wellington por una tartera, fuera pistas, que escalamos siguiendo a un australiano que hemos conocido en el camino. Igualmente, maravillosas las vistas durante todo el circuito y, especialmente, claro, al llegar arriba. La cima no se disfruta como otras. No hay paz. Aquí se puede llegar en coche y, como consecuencia, esta lleno de turistas que suben para hacer la foto. Gente que llega a destino sin hacer el camino.

Alquilamos un coche para toda la semana y lo subimos a un ferry hacia Bruny, una salvaje isla con cierto aire jurásico a media hora de Hobart.

La Naturaleza, en la isla de Bruny, ofrece unos paisajes tan perfectos que parecen haber pasado por Photoshop. El clima és cambiante con una rapidez antinatural, como producido en un laboratorio con un loco de mente taquiarritmica subiendo y bajando palancas meteorologicas sin ton ni son. Por turnos, sol, frio, lluvias, nieblas cerradas y vientos huracanados se van sucediendo en fila india durante todo el dia. Y el arco iris, detrás, intentando cumplir su papel intermedio con un poco de pausa y organización.

Hemos conseguido para dos noches una chulada de casita prefabricada, un cottage le llaman, delante del mar, que nos ha salido baratisima. Tiene un salón-comedor-cocina con estufa de tacos y un jardin por donde pasan constantemente grupos de huidizos wallabis, unos marsupiales de talla “s”, entre canguro pequeño y conejo gigante.

Los dos días transcurren màs que  rápidos haciendo senderos, disfrutando vistas sublimes y comiendo delicadezas tanto en casa como fuera, Dicen que Bruny es famosa por su queso, su wisky y sus ostras pero, además, tienen una carne buenísima, tanto de ternera como de cordero, pescado fresco para dar y tomar y vino de muchísima calidad. Así que…un sufrimiento.

El mejor sendero, sin duda, es el Fluted Cape Walk, una preciosa caminata de solo 2 horas y pico, corta, pero magnifica, que recuerda los más agrestes Caminos de Ronda de la Costa Brava. Me siento como en casa. Paisajes de quitar el hipo. No es difícil, pero el sendero no tiene ninguna valla protectora y un resbalón es mortal. Tampoco es dura, pero con 9 ó 10 Kg en la mochila no subes silbando.

Después del trekk, en el Bruny Hotel, un negocio local que distribuye alojamientos varios a lo largo de la isla y es, también, restaurante, pub y tienda de vinos, descubro la mejor escalopa de pollo parmesana que he comido nunca. Mi plato preferido. Compartimos con Ramón la parmesana, un mixto de pescado al grill, los dos platos con patatas fritas y ensalada, y un púding de manzana con praliné de almendras. No va más. Pasamos la tarde en casa, al ladito de la estufa, mientras fuera un temporal de lluvia y viento azota la isla con saña. No se puede estar mejor. Es imposible y, además, sería pecado.

Cuesta irse de Bruny pero hay que seguir. Siempre adelante. Ferry de vuelta y empezamos a subir hacia el norte. Próximo destino, el lago St. Claire.

Después de visitar una reserva de animales por el camino, hacemos noche a 50 km del St. Claire en un pueblo rarísimo: Tarraleah. Es algo así como un poblado vacacional, prácticamente vacío, al lado de una Central hidroeléctrica. Un Café, la recepción del complejo, un restaurante y unas decenas de alojamientos prefabricados en forma de pueblo. Nada más. Ni un colmado, ni una farmacia, ni una tienda. Alrededor, grandes extensiones de bosques y unas instalaciones energéticas de dimensiones gigantescas con unas enormes tuberías blancas que bajan hasta el rio. En las calles, solo pájaros, pajarracos y wallabis. El pueblo parece abandonado.

El lugar es de novela de terror de Stephen King. El argumento es claro: unos extraterrestres pretenden apoderarse del Mundo distribuyendo energía producida con agua tóxica. Los habitantes del pueblo, infectados por radiaciones que han esclavizado sus mentes, se mantienen encerrados en las casas sin personalidad ni alma y con sus cerebros controlados por los “malos”. Si pasamos de esta noche sin que los marcianos nos dejen el cerebelo como un huevo duro, mañana salimos de aquí CQTC*.

Nota. *CQTC: Corre Que Te Cagas.




Australia (4) Kalbarri. El arco iris

Australia está lleno de gente mayor viajando con su autocaravana y disfrutando de una buena jubilación. El sistema de pensiones australiano, con aportaciones de empresa y estado complementado con mejoras propias, es admirado en todo el Mundo. Cómo el de España, vamos. Aquí la edad de jubilación son los 60 años y la esperanza media de vida los 83, así que es un buen país para viejos.

El panorama, a medida que me acerco a Kalbarri, se va desertizando, y la total ausencia de nubes en el cielo ya advierte de una drástica subida de temperaturas que, por ahora, no noto gracias al aire acondicionado del bus.

Música típica de “road movie” ameniza el viaje. Banjos, violines, guitarras y armónicas van hilvanando canciones tipo country como para ponerme en situación. Esto cada vez se parece más al Oeste americano de las películas pero, en algunos tramos, la carretera se acerca a la costa donde pueblos con larguísimas playas dan el contrapunto paradójico.

Llegamos a destino a las 5 de la tarde después de más de 8 horas de viaje. Bajando del autobús, una ola de sólido aire caliente me golpea en todo el morro. Mal vamos. Aquí no pueden vivir ni los lagartos…

Kalbarri es un ventoso pueblo de vacaciones en la Costa de Coral australiana y resulta, además, el colmo en cuanto a la dificultad de transportes en este país. Hay, a sólo 35 Km, un Parque Nacional, pero no tengo manera de ir. No hay forma alguna de transporte público, y 70 kilometros de ida y vuelta es demasiado lejos para ir a pie o en bicicleta. Sigue siendo temporada baja, estoy casi solo en el hostel y no encuentro nadie que vaya para allí. Venir a Australia sin carnet de conducir internacional es una muy mala idea.

De todas formas, en realidad, todo Kalbarri es Parque Nacional y, aunque no pueda ver el interior, también la costa es escandalosamente bonita. Paseo por la interminable playa disfrutando del espectáculo de furiosas olas que se estrellan contra el arrecife pintando preciosas combinaciones de azul marino. El viento hace el calor soportable pero, si caminas 200 metros al interior, el aire es puro fuego. A resguardo del viento, loros gritones de pecho rojo y graciosos pelícanos dan el toque exótico y viajero.

Tampoco apetece meterse por los poco cuidados senderos que bordean la playa. Los 37° a los que nos plantamos antes de la 1 de la tarde, una verdadera plaga de molestas moscas y un montón de serpientes peligrosas contra las que te previenen letreros por todos lados, casi me hacen agradecer no poder trekkear más.

En una cala sin viento, me baño en el Océano Índico. El agua es fría, pero con corrientes calientes por la desembocadura del río Murchison. Una curiosa mezcla. El sol asa como una barbacoa, asi que huyo al hostel a ponerme a cubierto.

Después de comer, en el pueblo desaparece todo signo de vida y, durante unas horas, ni un alma desafía este clima de Apocalipsis. Supongo que por la condensación de calor, el atardecer es de lo mas extraño. El cielo se pinta con manchitas de nubes rosas como un enorme neceser cursi lleno de copos de algodón. Nunca había visto nada igual. Esto de ver cosas diferentes a todo lo visto se está convirtiendo en una constante en mi vida. No creo que el mundo agote mi capacidad de sorpresa pero, desde luego, intentarlo lo intenta.

Último día en Kalbarri y sigo sin encontrar quien me llevé al centro del Parque Nacional. En vista del éxito ya he comprado un billete de autobús para volver a Perth. En el hostel solo queda una chica japonesa y un señor, bien pasados los 70, que no tiene coche y pasa sus días en el sofá o en la cama levantándose solo para sus 2 sesiones de baños diarios, uno bien temprano por la mañana y otro a media tarde. La chica me dice que solo está de paso y se va ya, y al señor ni le pregunto. Ayer se metió en la cama a las 7 de la tarde. Le invite a cenar pollo rustido porque se le ve muy solo y poco sanote al pobre pero, muy amablemente, me dijo que no tenía hambre y estaba muy cansado. No sé de qué.

A falta de pan, buenas son tortas, dicen, así que me cojo una bici y recorro caminos desérticos unos kilómetros a la redonda. Con 2 horitas me saltan los sudores a chorro. Entre las calores y las moscas que se me meten por la nariz y atacan los ojos incluso por entre las gafas de sol, el paseo es un tormento. El terreno es arenoso y a tramos me tengo que bajar y cargar la bici. Me alegra la mañana cruzarme con un canguro salvaje que pasa dando saltos y a toda máquina. Son las 11 y ya de vuelta con todo el día por delante sin nada que hacer. Más bicicleta, ni pensarlo.

Pero, lo que son las cosas, por el flanco menos pensado, mi viaje por el oeste de Australia se completa de una manera tan inesperada como casi perfecta. Gerry, que así se llama el señor de los baños, me dice que, si quiero, alquilamos un coche y èl conduce hasta el Parque. Los caminos de la vida son inescrutables.

No es que tenga una confianza ciega en el señor en cuestión, un irlandés, tan viajado como machacado. Tiene la cara de ese colorado que revela haber bebido mares de cerveza y wisky, y las piernas y todo el cuerpo cascados como si ya hubiera sobrevivido a un par de ambolias. Habrá que estar atento a la carretera.

Y allí vamos. Por poco mas de 20 euritos, pasamos la tarde descubriendo el Parque Nacional Kalbarri. Primero llegamos hasta el Nature’s Windows, una formación rocosa entre la que  puedes asomarte al fabuloso cañón que ha formado el río Murchison a fuerza de siglos de erosión y, después, al Z Bend, un mirador desde donde se aprecia, en toda su inmensidad, la magnificencia de esta tierra roja. Tras los azules marinos y celestes, las nubes rosáceas, y los cremas y grises desérticos, los ocres y el rojo eran los únicos colores que me faltaban por ver aquí, aunque tampoco había visto una paleta de verdes como la que, según le da el sol, colorean el Murchinson a lo largo de su curvilineo recorrido. Realmente, Kalbarri es un enorme arco iris.

No puedo hacer el “Loop”, un trekk de 8 km por el cañón que tiene buena pinta pero, entre que el pobre Gerry ya va arrastrado de caminar los 4 ò 5 km que hemos hecho, las moscas que nos hostigan sin parar y el calor sofocante de la tarde que, dicen, a veces llega aqui hasta los 50°, ni la suerte ni las ganas dan para más.

La visita al cañón de Kalbarri ha sido un broche de oro a mi estancia en el oeste australiano. Me ha recordado al desfiladero de Bandiagara, en el País Dogon de Mali, uno de los lugares más espectaculares de este Mundo. Tierras inhóspitas.

Mañana vuelvo a Perth y, de ahí, vuelo al centro, a Alice Springs, cerquita ya del Uluru. Si el desierto que ahora dejo atrás ya ha sido crudo…dos tazas.