Tailandia (1) El Triángulo de oro. De Chang Mai a Pai. Un ataque por sorpresa.

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Entre las fronteras de Laos, Myanmar y Tailandia, está la zona que se conoce como El Triángulo de oro, una de los lugares de mayor producción de opio del mundo. Hasta hace muy poco, era el área de donde venía la mayor parte de la heroína que se consumía tanto en Oriente como en Occidente. Hoy, ese dudoso honor se lo ha arrebatado Afganistán, pero por aquí la droga sigue siendo más común que los plátanos. Y mira que llegan a haber plátanos…

Ya estamos otra vez con la conducción por la izquierda. En los primeros momentos me despista y tengo un par de sustos.

Chang Mai es una ciudad próspera que sabe sacar provecho de su, en mi opinión, más bien mediocre personalidad. Tres o cuatro macro templos, una ciudad amurallada convertida en producto turístico de calidad, restaurantes, bares y hoteles, casas de masajes a tutti plein, figuritas y pagodas por doquier, un río vulgarote, y venta de tickets para shows de elefantes y trekkings en los alrededores. Nada que me resulte interesante. Impone la riqueza de los templos, eso sí.

Por la noche, en el interior de la muralla se monta un mastodóntico mercado al aire libre y, también, en enormes superficies cerradas donde se venden souvenirs, ropa playera, pashminas, camisetas y comida de todo tipo. Los turistas hacen sus compras de pantalones con elefantitos y muchos, encima, se los ponen junto con sus chancletas y camisetas de «I love Thailand» lo cual, en algunos casos, hiere la sensibilidad del viajero por más curtido en 1.000 batallas que esté. Salgo huyendo despavorido y me refugio en mi hostel. Temo por mi salud mental. Cualquier visión de estas podría ser la gota que colmara el vaso y me convirtiera, definitivamente, en asesino múltiple. Llámame cobarde, pero mañana me voy de aquí.

Chiang Rai, tres cuartos de lo mismo. Aquí el templo más famoso es el White Temple. Me declaro en huelga y me niego a ir a verlo. Me tienen contento con tanto templo. Estoy hasta los mismísimos de templos. Me va a dar algo si veo más templos. Odio los templos. Basta de templos. Por favor, por favor, por favor…

En Chiang Rai me limito a pasear y descansar, que buena falta me hace. Por la noche, también aquí la ciudad desaparece bajo las carpas y tenderetes de un kilométrico mercado. Es un monumento vivo al consumismo feroz. Esto tampoco es para mí. Mañana, carretera y manta hacia Pai.

Pai es un pueblito tipo ibicenco pero en montaña. Baretos, deporte de aventura, tiendas, tenderetes y chiringuitos. Más que un pueblo es «un estado mental», dicen, lo cual significa marihuana, ligoteo y fiestuqui para después de motear, raftear, trekear, etc, etc.  Mucho John Lennon, mucha Yoko Ono, piscinas, música chula, gente guapa, hippies de paz y amor, rastas, bohemios…. Hay oferta a tope de masajes, tatuajes, pulseritas y colgantillos varios. A ver cómo nos llevamos pero, sitios como éste, los he visto en todo el Mundo y todos son bastante iguales. Para un par de días está bien, pero más me aburre, aunque es cierto que en estos cuadros yo, con mis pintas, quedó muy integrado. El  mundo se está homogeneizado mucho y los productos turísticos de éxito se repiten sin grandes originalidades.

Los alrededores son chulos, así que me dedico a hacer excursiones y pasear. Las montañas parecen esplendorosas, pero los trekkings se anuncian tipo “Jungle survival!”, y te sacuden 50 euracos. Yo sobrevivo muy bien con 20 al dia. Mujeres, niños, hombres y ancianos con los que me voy cruzando, absolutamente todos, me ofrecen marihuana y opio. Sí, estamos en el Triángulo de Oro. Y eso en un país donde, si te enganchan con un gramo de cualquier estupefaciente en la frontera, te meten en el talego y tiran la llave.

Sin lugar a dudas, lo más impresionante de esos alrededores es el Pai Canyon, realmente vertiginoso. Allí, me salgo de pistas y sigo un sendero que no está en el mapa. Va a parar a unos campos. A la vista sólo una ternera bien crecidita pastando y, a los lejos, una hacienda grande y prospera.

Y ahora viene un momento delicado para la credibilidad de este blog y de su autor, un servidor.

No hice fotos ni tengo prueba alguna, por razones obvias como se verá, pero… la susodicha vaquilla ME ATACÓ. Sí, juro por lo más sagrado que la muy puñetera me ataco. A mí, que soy radicalmente anti-taurino por los cuatro costados.

No entiendo porqué hay que ponerle un diminutivo despreciativo a 200 kg de carne viva y cabreada, así que no me volveré a referir más al animal en cuestión  como “vaquilla”. La vaca, ya me venía mirando de soslayo siguiendo mi caminar pero, de pronto, bajó el testuz y se puso a galopar hacia mi soltando coces al viento. Cuando estaba unos 10 metros, yo parado, más por espanto que por valentía, le pegué un grito, nada torero sino más bien de exclamación entre sorprendida y asustada, y el astado se paró en seco como si le hubiera pegado una pedrada en toda la frente. Supongo que solo quería marcar territorio y, desde luego, lo consiguió. El susto no me lo quita nadie.

Y así ocurrió y así se lo hemos contado señores, aún consciente de que mis amigos más cabroncetes utilizarán el desagradable suceso para mofarse despiadadamente de mi y que sus bromas, chistes, chanzas y chascarrillos, me caerán como chuzos de punta. Allá ellos, yo cumplo con mi obligación de explicar la verdad, y toda la verdad, a mis seguidores de buena voluntad, que también los hay.

Al final, por no volverme a encontrar con la antipática lechera, salí de la montaña por el lado contrario al que había llegado, a 10 km de Pai. Dos horas de caminata por la mañana y casi cinco por la tarde. Sin comerlo ni beberlo me ha salido un trekking de lo más curioso.

Dios, en cuanto lean ésto algunos que yo me sé, ¡la que me va caer! Ya oigo los graznidos de los cuervos…

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