Tailandia (3) Mae Sariang. Ratas.

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Hoy cumplo 6 meses de viaje. Es mucha vida de golpe. Me preguntó cómo será y qué sentiré cuando vuelva a casa, a “la vida normal”…

En esta segunda etapa, después de los 100 días, he seguido descubriendo lugares y viviendo situaciones inolvidables. Ha Giang en Vietnam, Virachey en Camboya, Luwan en Laos, el acueducto Goteik en Myanmar, …. Y, ahora, Banhuayhagmainesu en Tailandia.

Este último, quizás el pueblo con el nombre más complicado del Mundo, da para dedicarle todo este capítulo.

Mae Sariang son 2 calles en la ribera de un río sin más historia así que, nada mas llegar, me apunto a otro trekk. Seràn 3 dias en un poblado de las montañas: Banhuayhagmainesu. Prueba a repetir el nombrecito. Sin leer.

Solo he descansado 24 horas y no he tenido tiempo ni de lavar la ropa pero…tengo otra muda. Tailandia da para mucho y solo tengo 30 días de visado.

No será cansado creo, es más bien una estancia relajada en la montaña con alguna excursión relativamente tranquila. Voy solo con un guía, Yao, y me alojaré en su casa, con su familia.

Tras casi 3 horas en moto, ya a pie, seguimos adentrándonos en las montañas. Nos paramos a comer en la cabaña de un agricultor. Son cuatro palos, un fuego a tierra, leña, enseres mínimos y una hamaca. Hay un segundo piso, supongo que un dormitorio. El hombre dice tener 60 años pero no aparenta ni 50. Sus pertenencias están esparcidas por la sala y hay una rata muerta en un plato. Es su cena. Comemos unos fideos a la rabiata con arroz que me hacen sudar. Chili puro. Una bomba energética.

Seguimos 1 hora mas hasta el pueblo de Yao. Allí, Sing, su hijo de 10 años, me lleva a ver los alrededores. Son poco más de 80 cabañas en la ladera de la montaña, en la coronilla de la Quinta Puñeta, 250 almas, animales domésticos por todos lados y campos y màs campos de cultivo casi verticales. Remoto y básico todo a más no poder.

Yao me pregunta si como carne con una hoja de plátano en la mano que envuelve otra rolliza rata con una larguísima cola. Le digo que no, que yo desde pequeñito soy vegetariano estricto y que, además, mi religión no me lo permite. Yao se ríe y no me cree, así que para cenar me trae una especie de sopa y unos trozos de carne que me jura es pollo. Me armo de valor y pruebo uno. No sabe a nada. Tiene la consistencia de pollo pero tiene unos huesecillos o cartílagos de lo más sospechoso. Sonriendo, le miró y le digo, en castellano: «Qué cabrón!». Me pregunta que he dicho y le contesto que esa es la forma española de decir que estás contento de haber conocido a alguien, y que sirve tanto para saludar o despedir cómo para demostrar en cualquier momento respeto por una persona. Me lo hace repetir varias veces para aprenderlo. Le añado que, si quiere ser más ceremonioso, ha de decir: «Qué gran cabronazo». Toma nota.

Se me ocurre que a saber cuántas veces he comido carnes extrañas sin saberlo. Lo de gato por liebre, todavía, pero lo de rata por pollo me inquieta.

Naturalmente, soy el único occidental en el pueblo. Se puede decir que soy una atracción exótica. La gente sale de las casas para verme pasar. Y todos me sonríen. En realidad siempre están sonriendo. Es una gozada. No se complican mucho la vida. Salud y vida o enfermedad y muerte. Poco más. Lo de pena, tristeza, depresión y esas cosas no creo que tengan aquí ni traducción. No he oído nunca llorar a un niño en lugares como este. Yo creo que no saben. Al fin y al cabo, aquí llorar no les sirve para nada.

A las 6 de la tarde ya hemos cenado y a las 8 estoy en la cama. Desde fuera, de una casa cercana, llegan las voces de unas chicas que cantan melódicas canciones en tailandés. La noche es muy agradable pero hay que abrigarse. Hace fresco.

Con el nuevo día salimos de trekking por la selva. Yao lleva su machete y una escopeta por si puede cazar algo. Es como un circuito de obstáculos. No es senderismo ya que no hay sendero. Y es que en la selva no hay senderos porque, tal como tú los abres, ella los vuelve a cerrar.

Vas atento con los cinco sentidos y un par más que desarrollas aqui. Voy aprendiendo què roca, qué rama o que raiz es de fiar y cuál va a ceder dejándome sin asidero o sin apoyo. Has de hacerte ligero, repartiendo y compensando pesos entre todos los músculos.

Tres horas después, hacemos un fuego en la ribera del río y comemos un arroz con cebolla y tomate que lleva Tao en su bolsa. Seguimos.

Me doy cuenta que soy muy perro ya. Siento y padezco poco. Si me entra agua no me la saco, si me pica algo no me rasco, si me sale sangre la dejo correr, tengo poca sed y hambre… Me limito a avanzar hasta llegar a destino sin pensar mucho más que en dónde piso o a qué me agarro.

Hemos salido del pueblo a las 8 a.m. y volvemos a las 2 p.m. Ahora sí noto mis huesos, músculos y articulaciones. Me quito un par de sanguijuelas de las piernas. Otra vez me han dejado los pantalones sanguinolentos y estoy hecho unos zorros. Un solano insoportable hace imposible la vida fuera de la cabaña, pero Yao no me da tregua y me lleva en moto a ver una aldea cercana. Aprovecho para comprar coca cola. Necesito azúcar. Ir por estos caminos en moto es como galopar a lomos de un burro. Estoy baldado.

El cielo en Banhuayhagmainesu tiene un azul especial. Pero al llegar el atardecer… al llegar el atardecer es como asistir al mismísimo fin del mundo. Te deja atónito, sin esperanza de ver más belleza que la que tienes delante. Sobre “eso”, en realidad, no sé porque tengo la desvergüenza de atreverme a escribir.

Y de cena, hoy hay pescado. Sí, es pescado, lo he visto entero antes de que lo metieran en la olla. Así que pescado, con arroz, claro. No es precisamente un “suquet” como en mi tierra.

Y así acaba otro día, diferente como todos los días de este continuo deambular. Y mañana más. No me lo puedo creer. Pura vida desbocada.

Nuevo dia. Nos vamos ya hacia Mae Sariang. Flota en el ambiente el aroma de las trompetas de ángel. Le doy mi sombrero a Sing, el chavalito, y le nombró Caballero de la Orden de la Aventura. Está contento.

A pie y en moto, Yao me da otra somanta de ostias por el Parque Nacional Salawin. Primero me lleva a ver la recolecta de arroz y me hace sufrir 2 horas a lomos de su motillo. Para compensar, eso sí, me deja una hora en un hot spring donde me doy un baño caliente. Toda la piscina para mí solo. Quedó arrugado y tranquilito como un bebé, alucinando de mi suerte.

Comemos unos fideos cerca de las waterfall Mae Sawan Noi y, para bajarlos, nos vamos a ver sus diferentes niveles. Primero “pabajo” y después “parrriba”. Ahora sí que estoy en las últimas de Filipinas, a punto de rendirme y ofrecer mi cuello como los lobos vencidos en justa pelea. Presento irrevocablemente mi dimisión como viajero incansable.

Al despedirnos, Yao me dice muy solemne: «Qui gran capronazo». Le doy un abrazo. No podía dejar de devolverle la jugada de hacerme comer rata. Ya verás la que monta con el primer cliente español que se le ponga por delante…

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