Parece ser que, en casa, tengo un gato. Negro. Bueno, no es mio. No hemos firmado nada. Se ve que le ha gustado el felpudo de la entrada de mi casa y duerme allí. Y todo el día gandulea por el jardín tomando el sol. Al atardecer, desaparece unas horas hasta cerca de la medianoche. Como decía la rumba del gran Gato Perez, «Nadie sabe donde se encuentra con su gatita». Ya se sabe que los gatos son parranderos.
Ahora me he ido yo. Quizás me eche de menos. Yo me he ido a Turquía. No se cómo quitarme la sonrisa de la cara. Otra vez en viaje. Es mi estado natural.
A mi me gustan los animales, pero es obvio que tener una mascota es algo que no coordina con mi vida nómada. Como otras muchas cosas. Si el gato maullaba le daba una lata de atún y, a veces, tomábamos juntos un rato de sol de primavera en la terraza con un vino. El vino solo yo, claro. Asi que nos llevábamos bien pero ni él es mio ni yo soy suyo. No le he puesto nombre. Ahora que me he ido tendrá que buscarse la vida y lo harà. Los gatos son muy independientes. Me gustan.
Pues eso, que ya estoy otra vez en viaje y todo lo que tenia en casa ya no està. Otra vez se abre el telón. Nueva vida. Y, de primero: Estambul.
¿Por qué Turquía? Bueno…, a mi me da igual ir a Pernambuco que a la Conchinchina, lo importante es viajar, pero la Vuelta al Mundo tiene sus «cosas» y ahora toca empezar a bajar por el África Oriental. Y Turquía me pareció una buena forma de acercarme. Eso de estar entre Europa y Asia para luego pasar a África… me dá vidilla. Aunque no tenga ninguna lógica.
Si señor, estoy en Bizancio, que luego se llamó Constantinopla y, hoy, Estambul, una de las ciudades con más Historia del Mundo. Alguien la llamó «la viuda virgen tras mil esponsales». Es la única ciudad del Mundo que pertenece a 2 continentes. Solo le discute ese honor la rusa Ekaterimburgo, pero soy testículo de que allí la frontera, o por lo menos el monumento que la marca, está a unos kilómetros del centro urbano.
Estambul es una ciudad enorme. A una y otra orilla del Bósforo, 15 millones de habitantes, mas ilegales y turistas. Una muchedumbre.
Voy a pasarme algo así como un mes por Turquía. Creo que me va a gustar.
El vuelo hasta aquí, pues bien. Compañía ucraniana y escala en Kiev, lo cual vale para constatar y confirmar que las soviéticas son la mar de guapetonas y los soviéticos serios y disciplinados. Y también que los musulmanes rezan un montón y sus mujeres van muy, pero que muy tapaditas. Una situación incómoda diría yo. Pero no diría nada más.
En mi primera jornada en Estambul empiezo por los obeliscos del Hipòdromo, Santa Sofía y la Mezquita azul, luego el Palacio Topkapi, el Gran Bazar, y el Bazar Egipcio. Un hartón de minaretes, delicias turcas y especias. Mezcla impresionante de olores, sabores y colores. Una paradita de media hora en un parque para comer un sandwich de embutido y un huevo duro que, no sé cómo, ha aparecido en mi fiambrera desde el bufete del desayuno, y a por más camino.
Por el puente Gálata se cruza a la ciudad nueva donde la moderna Turquía se va abriendo paso entre la historia a base de grandes avenidas comerciales, callejones con restaurantes chics y algún rascacielos. La economía turca parece que va viento en popa. Dicen que, en la primera década de este siglo, construyeron más de 50 rascacielos y casi 150 grandes centros comerciales y que, a partir de ahí, siguen acelerando a demasiado buen ritmo lo que se llama «desarrollo».
El Lorenzo turco pega fuerte y los zumos de fruta fríos son una tentacion en cada esquina pero, yo, me resisto y me lanzo a la cerveza.
Acabo la jornada de 8 horas ante un Urfa Kebab, una carne de ternera de lo mas mejor superior. Le pongo un picante ahumado local que me hace saltar las lágrimas de emoción
En los días restantes me paso a la zona asiática de Kadikoy, quizás más comercial todavía que la europea. Si cabe. Nunca había visto tanto restaurante junto. Ya de vuelta a Europa, callejeo topándome con más y màs mezquitas, columnas, el Parque Gulhame, el acueducto Bozdogan y mercados varios. Y todo ello amenizado por los cantos religiosos de los imanes musulmanes que, a mi, con todo respeto para unos y otros, siempre me recuerdan las bulerías andaluzas.
Lo que más me gusta es caminar, pero también las cosas bonitas. Sea un edificio, una flor, una montaña o una ciudad. Y también las personas bonitas. Por dentro y por fuera. De esto último no he tenido todavía el gusto. Estambul es muy turístico y sus gentes… listillos y chulapones. De todo hay pero diría que se les ha subido el turismo a la cabeza.
Los Estambulenses, o como se llamen, son pesaditos con el español (el idioma). Todos hablan un estupendo castellano: «Gracias», «perfecto», «uno/dos/tres/cuatro/cinco», » hola hola coca cola»… Aparte de eso, mucho joven modernillo, la mayoría de riguroso negro o blanco impoluto y con tendencia a la alopecia, barba y fuertotes de gimnasio proteínico. Ellas… pues no sé, también de todo habrá pero poca belleza y simpatía he visto yo. El turco (el idioma) suena raro: «Marabo marabo. Salam talam kaka falà yandayatep dividushi». O algo así. Dulce no es. No es un idioma para la pasión, por más que se lo pareciera a Gala.
Dedico la totalidad del presupuesto asignado a Cultura a zamparme un homenaje de dips típicos turcos (humus de garbanzos, berenjena y queso con chile) más un plato de unos pescaditos fritos llamados Istravit. No iba yo a dejar de probar un pescado del Mar Bósforo ¡¿no?!
Por cierto, me encuentro un camarero con unos rasgos orientales extraños y le pregunto de dónde es. Me dice que de Afganistán. Tremendo. La guerra. La Nada. Una Nada que forma parte del Todo. Ya es mala suerte nacer ahí. Y si eres mujer no te digo. ¡Que cruel es el Mundo!
Me voy a la Capadocia en un autobús nocturno. Ya empezamos…
Tómate un bocadillo de caballa en los puestos callejeros del Bósforo. Son sensacionales!
Hola Pilar. Un paraíso de bocatas todo Turquia pero ese no lo he probafo. Un abrazo.