Vietnam (3) De Hanoi a Sa Pa. Una sonrisa cruel.

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En diciembre del pasado año, ahora hace 8 meses, estuve en el Sur de Vietnam y me prometí volver para conocer el Norte. Y aquí estoy.

Hanoi, la capital de Vietnam, es mucha noche y yo, a estas alturas del partido de mi vida, soy más de mañanas. Un poco pesaditos por aquí. Por la calle te ofrecen 10 veces limpiarte los zapatos, 100 veces maíz, rollitos y pastelitos, 1.000 veces mecheros, monedas, fruta, transporte… El callejeo se hace pesado.

Hanoi está bastante definido en dos zonas. Primero, el antiguo barrio colonial francés, calles y avenidas arboladas con un aire caduco de ciudad de provincias, con algún edificio más o menos bonito y algún barrio más o menos popular que le da un poco de color. Poco más. Después está la zona antigua, el barrio de los 36 gremios, que es la jaula de grillos, el pueblo pobre de solemnidad, la realidad cruda tiznada de atractivo turístico humano. Este barrio sí tiene sabor, eso hay que reconocérselo. Muy asiáticamente colorista y exótico. La gente vive en la calle, porque la casa solo es para dormir, para guardar la moto y para la capillita con el Buda de rigor que todos tienen y veneran.

Hanoi no es Manila, pero también va sobrado de inmundicia, porquería y decrepitud. Un mileurista europeo aquí es el Rey del Mambo. El tráfico es delirante, con millones de motos a todo trapo que se pasan por el forro toda norma de circulación, una polución auditiva estresante y un calor y humedad sofocantes.

Paso también al otro lado del Río Rojo por el puente Long Bien. Podría decirse que ese otro lado del río, y la avenida que hace de frontera entre las dos riberas, es una tercera zona de Hanoi. Con una cierta personalidad capitalina, más bien aústera y aburrida,  no  despierta tampoco mi interés. Por último, paseo por el lago Hoan Kiem y, con esto, Hanoi està más que visto. Me voy a las montañas.

El plan sería ir en autobús a Sa Pa e ir haciendo camino por la zona montañosa del noreste del país hasta llegar a la bahía de Ha Long.

Primera parada, pues, en Sa Pa. Por la ventanilla del autobús va pasando el verde y frondoso Vietnam rural y sus típicos cultivos de arroz. El paisaje natural en Sa Pa es magnifico, pero todo lo demás es bastante regular. Es una especie de Camprodón pero a lo oriental, es decir, sucio y con tendencia al neón y la opulencia sin gusto.

La ciudad ha crecido sin ningún orden ni método a ritmo del turismo masivo. Hoteles, tiendas y restaurantes, uno detrás de otro, ofreciendo todos lo mismo. Mujeres, niños y niñas con los vestidos tradicionales de etnias de la montaña, vendiendo pulseras y baratijas y pidiendo limosna. En un patético abuso de menores, encima, a muchas niñas les ponen un bebé a la espalda para despertar la ternura del occidental. La «clientela», pijos de los cinco continentes, todos muy guapos y muy elegantes, con los últimos modelos de ropa técnica para caminar y «cásual» para pasear.

Todos los trekkings están muy reglados: en grupo y con guía. No encuentro la manera de hacer montaña solo o con un guía del pueblo si no es pagando el gusto y las ganas por un «trekking privado», así que me apunto a una salida  de grupo. Qué Dios me coja confesado. No soy yo muy sociable y friendly por naturaleza, pero ahora, después de tanto tiempo de viaje en solitario, me temo que tengo bastante castrada mi capacidad para relacionarme. No sé. A ver.

El grupo es corto: 1 coreano, 2 coreanas, 2 chavales holadeses acercándose a los 30,  2 más americanos, 3 chiquillas de no sé donde, 1 señor taiwanés de mi edad, y servidor de ustedes. Las coreanas, educadas y formales, los chavales, grandotes y guapos con aires de machos alfa con exceso de testosterona, las chicas, rubitas con shorts y camisetas blancas, muy monas ellas, el taiwanés, un pesado gritón, y todos demasiado elegantes para un trekking. Al principio, buen humor, risitas nerviosas y presentaciones entre ellos. Yo, a mi bola, guardando distancia prudencial.

Nos lidera una guía y, a nuestro alrededor, nos sigue todo un séquito de señoras vestidas con ropas tradicionales de la etnia Hmong. Llueve, y uno de los machitos, entre risas con el compinche, se saca la camiseta para enseñar tableta de chocolate. Parece claro que quiere pillar entre las niñitas y desconoce lo que es el respeto. En muchos países esa «gracia» le puede costar muy cara, pero el actúa como si estuviera en su casa. Está encantado de haberse conocido y casi oigo a su cerebro cantando: «Que guapo que soy, que cuerpo que tengo, que bueno que estoy». Fantasma.

Las risas duran poco. El camino está a tope de barro que la lluvia ha reblandecido. La bajada la aguantan más o menos bien pero, en cuanto el camino se empina, empieza el drama. Las camisetas de Abercombrie y las zapatillas Nike y Adidas se van poniendo perdidas. El blanco es un color que combina bien con casi todo, pero a las niñas no parece gustarles el degradé hacia el marrón mierda. Uno a uno, van resbalando, caen y se enguarran a tope.

El que lleva la peor parte es el guapo de las abdominales. Le resbala el pie para atrás, inca la rodilla y pone las manos en el lodo. Intenta encontrar apoyo, le resbala el otro pie y cae todo él de cara al barro. Las señoras que nos siguen intentan ayudarle a levantarse y, cuando casi lo consigue, empieza a voltear los brazos como un molino y se cae de culo. Está totalmente rebozado en barro y hace pucheros intentando explicarse porque le pasa esto a él, precisamente a él.

En mi cara, sin que tenga yo nada que ver, noto que se dibuja una sonrisa cruel. Ya sé que no esta bien, pero se me escapa la risa. Es una magnífica parodia del turista occidental en viaje de «aventura» y la verdad es que el artista hace una interpretación apoteósica. Me dan ganas de estallar en aplausos al grito de «¡Bravo! ¡Bravo!», sòlo con la intención de mostrarle mi admiración por su talento, pero no está el horno para bollos y me doy la vuelta. A lo peor, confunde mis intenciones, se piensa que me estoy cachondeando y me llevo un guantazo.

Suben respirando como peces en cubierta y se paran cada 10 minutos. Le digo a una de las señoras que nosotros seguimos y… tararí que te ví.

No los veo más hasta la hora de comer. Mis botas responden y, salvo un par de conatos de patinazo, no tengo problemas. Tres horas hasta la aldea donde comemos. Les espero como media horita con una cerveza. Llegan hechos una lindeza. Me miran de reojo. Están de muy, muy mal humor.

La comida buena, arroz y platillos vietnamitas. Todavía caminamos después otra hora para coger una furgo de vuelta a Sa Pa. Al llegar, me da tiempo para dar un vistazo al mercado local al que las etnias de las montañas dan un color especial. Lo he pasado bien, la verdad.

De todas formas, esto no es lo mio. Estoy un poco bloqueado, me siento cansado y me duelen los huesos. Esta humedad… Tengo que ponerme las pilas.

A la mañana siguiente cojo un bus a Ha Giang.

Una curiosidad. A la gente de por aquí les hacen mucha gracia los tíos con pelo largo. Me paran varias veces en la calle y me piden hacerse fotos conmigo. ¡No te jode! Al final, la atracción turística seré yo.

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